El capitán me acompañó a pie hasta el ministerio de Salud. Desde la calle Colón pasamos por delante de la antigua catedral de Managua. El capitán Marco, antes de sortear el desordenado tráfico, me señaló las grandes estatuas de la reina Isabel la Católica y del almirante Cristóbal Colón, levantadas ante su fachada. Unos minutos más tarde llegamos al edificio del gobierno. Me recibió un alto funcionario encargado de la cooperación sanitaria internacional. Se llamaba Ronaldo Cardenal, de mediana edad, enjuto, vestido con un arrugado traje oscuro caído de hombros que me hizo pensar en un enterrador. Se encontraba de pie, tras un enorme escritorio de caoba repleto de expedientes. Un cigarro habano, en la cima de una montaña de colillas, se consumía sobre un cenicero de cristal. No me gustó la manera en que me habló. Se dirigió hacia mí en tono paternal y, con excesiva familiaridad,  dijo:

—Hola, compañera Irune, bienvenida a la revolución. Somos sabedores de por qué estás acá. Nos han hablado de tu gran hazaña y nos han pedido que te protejamos. Vamos a cuidar bien de ti. Mi consejo es que rehagas la vida entre nosotros, porque vas a pasar mucho, mucho tiempo en este país. He pensado —continuó— en el sitio perfecto para que te olvides de todo: se encuentra en plena selva atlántica.

Hizo una pausa y añadió:

—Dos médicos austriacos están empeñados en construir un hospital, la zona  es un territorio que nunca ha dispuesto de cuidados sanitarios. Por desgracia, ninguno de ellos habla demasiado bien el español, por no decir que lo hablan muy mal. —Me miró como si le divirtiese—. Es imprescindible que les enviemos apoyo para que puedan realizar, de manera correcta, el trabajo con la población local. No se trata, únicamente, de  proveerles asistencia sanitaria. Es necesario que el equipo ejerza, además, una labor docente. Es urgente que las mujeres aprendan las elementales normas higiénico sanitarias que nos ayuden a erradicar enfermedades que allí son endémicas, causa de una elevadísima mortalidad infantil. Muchos ni siquiera conocen qué es una vacuna. Hay mucho trabajo que hacer. Tenemos la obligación de cumplir el compromiso que la revolución ha adquirido con el pueblo. Te gustará.

Acercó a los labios el cigarro puro, aspiró el humo y, mientras lo soltaba lentamente, terminó de decir:

—Tendrás la compañía de otra enfermera española. —Y me guiñó un ojo, el muy cretino—. Hace sólo unos días que ha llegado allí. Podréis entablar amistad, y apoyaros una a la otra. Considero que es un lugar maravilloso en donde iniciar la nueva vida; ya lo descubrirás por ti misma. Además, en este lugar será prácticamente imposible que te encuentren. Nunca lo permitiríamos, así que, compañera Irune, ve tranquila.

Continuó, tras soplar otra bocanada de humo:

—El sitio se encuentra al final de una carretera. A partir de ahí sólo existe la selva. Por si deseas buscar información, se llama El Rama, que toma nombre de la tribu indígena que en otro tiempo la pobló, aunque te aseguro que no te vas a encontrar con muchos de ellos.

Dejó de nuevo el cigarro puro sobre el cenicero; se apartó de la mesa; se giró hacia el gran mapa de Nicaragua de colores abigarrados, colgado en la pared que tenía detrás de él; señaló con el dedo índice la ciudad de Managua y lo fue arrastrando sobre el dibujo de una carretera que se desplazaba hacia la derecha y bordeaba el lago Managua; al pasar por una ciudad llamada Juigalpa detuvo el dedo, dio unos golpecitos en ese punto, y dijo:

—Aquí se encuentra el único hospital que, hasta este momento, atiende a toda esta zona. —Perfiló un amplio círculo que llegaba hasta el océano Atlántico—. Demasiado territorio, como puedes ver. La gente que de verdad necesita ser hospitalizada fallece antes de poder llegar hasta allí. Continuó desplazando el dedo hacia un espacio del mapa rotulado “Zelaya” que, con gran tipografía vertical, recorría casi la totalidad de la costa atlántica. Después siguió la trayectoria de la carretera que finalizaba en El Rama. Se encontraba entre una extensión colosal de un verde tan oscuro que llegaba casi al negro, y un serpenteante trazo azul, —“río Escondido”, leí— del que partían hilos azules que se introducían en la mancha verde y negruzca, antes de la desembocadura en el océano Atlántico, muy cerca de una población rotulada con el nombre de “Bluefields”.

—No es este el lugar exacto donde se construye el hospital —dijo señalando El Rama—, sino este. —Y marcó otro punto en el mapa que ni siquiera estaba rotulado, situado junto a uno de los hilos azules, más grueso que los otros—. Un poco antes de llegar, existe una pequeña aldea llamada Puerto Esperanza. Se encuentra junto al río Siquia, uno de los afluentes de río Escondido. Es ahí donde vas a trabajar.

Después regresó al escritorio y concluyó:

—Te repito que será muy difícil que allí te encuentren. Disfruta de la maravillosa oportunidad que te ofrece la vida. Mañana mismo, el capitán Marco Suárez te dejará en el autobús que te conducirá hasta Puerto Esperanza. —Aspiró el humo del cigarro puro, lo retuvo unos segundos en sus pulmones, lo expulsó con parsimonia y concluyó solemnemente—. Buen viaje y bienvenida a la revolución sandinista, compañera.

No me dejo decir nada; Ronaldo Cardenal ignoraba demasiadas cosas, incluso yo misma: las autoridades españolas llegaron a creer que yo era una de las víctimas, ya que todas eran mujeres y bebés, a excepción de una pareja de ancianos alcanzada por el derrumbe en el exterior del cuartel. Los investigadores habían elucubrado extrañas hipótesis sobre un material explosivo que, de manera fortuita, había estallado. Al finalizar los trabajos de desescombro, mi padre sintió un gran alivio, pero cuando, al no encontrar mis restos entre los escombros, la investigación me señaló como la autora del atentado, dar conmigo se convirtió en su obsesión. Jamás me perdonaría. Yo sabía que no existía un lugar lo suficiente oculto, en el que él no pudiera encontrarme. Contaba, además, con la ayuda de su segundo: el capitán Gurruaga, quien deseaba vengar  la muerte de su mujer y su niñita. Ambos sabían moverse por las cloacas del Estado. Disponían de todos los medios, y nada los detendría.

Yo ya había decidido que, cuando mi padre me localizara, y no tenía duda alguna de que lo haría, no me iba a defender. Ojala no tuviera que esperar demasiado tiempo. ¡No deseaba vivir con aquella amargura que me consumía! Quizás conseguiría engañarme con el espejismo de una segunda oportunidad, y hasta podría llegar a ser feliz durante pequeños momentos en los que fuera capaz de no recordar, pero sólo sería eso, un espejismo. Y yo lo sabía. Había muerto con mi madre, con mi Valeria,  con las otras mujeres y con los bebés. Sólo faltaba que se certificara mi defunción. Lo dejaba en manos de mi padre.

El funcionario no podía imaginarse lo equivocadas que eran sus predicciones, ni las consecuencias que tendrían para mi vida el destino de El Ramal, ni que, en aquel apartado lugar, la cólera que sentía hacia Dios iría creciendo hasta hacerse insoportable. Era el verdadero responsable de cuanto me había ocurrido. Se había transformado en un ser injusto, indigno de que volviera a confiar en Él. Si al menos pudiera ayudarme a cumplir el anhelado deseo… Si hubiera podido ordenarle al corazón: «¡Párate, detente!» y hubiera dejado de latir, aún podría haber creído que le importaba, aunque fuera un poquito.

Ronaldo Cardenal  no me dijo que había sido incapaz de persuadir a alguna enfermera nicaragüense a aceptar este destino en la selva atlántica, ni que esa fuera la verdadera razón por la que el Ministerio había tenido que enviar hasta El Rama a dos españolas.

Tampoco me dijo quién era la otra enfermera.