Fue ayer, era muy temprano. Estaba esperando a que abrieran la exposición “De Rembrandt a Vermeer” en París. No había turistas, sólo yo como nota disonante del paisaje. La mañana del domingo amaneció desplomada de luz ceniza invitando a perderte por cualquier nube acolchada de sensaciones. El aire bailaba al son de la melancolía mientras un viejecillo daba de comer a las palomas en las escaleras de la Madeleine. Le observé con la paz que corre por tus venas
cuando la realidad te regala escenas tan hermosas. De pronto, comenzó a caer una suave espuma de agua nieve sobre el hombre harapiento, sobre las palomas, sobre mí, tan silenciosa como dulce que no me di cuenta que un ángel protector me estaba abrazando con un paraguas. Me volví y encontré un hombre alto, fornido, con gabardina, visera muy francesa y pañuelo al cuello. En su rostro llevaba grabado los rasgos de un erudito, no sé en qué, pero en algo. No me sonrió, aunque sus ojos ancianos sí lo hicieron. Inclinó su cabeza hacia mí y haciéndome un gesto con su mano me dijo “Madame…” Entramos en la exposición y, a duras penas, entendí que le siguiera y así lo hice. Me arrastró por las escaleras en dirección contraria a la gente hasta llegar a la última sala. Cuando llegamos estábamos solos y, extendiendo los brazos, me dijo con satisfacción “Voila” y, volviendo a inclinar su cabeza hacia mí, terminó diciendo “Au revoir, Madame”… Se difuminó en uno de los cuadros de Vermeer. Al salir a la calle, vi un rayo tímido que trataba de hacerse hueco entre tanta nube bronca. El mendigo de las palomas se había teñido de blanco y el hombre del paraguas caminaba en la lejanía bajo su paraguas; el rayo del sol le iluminó y yo creí estar soñando…, pero fue muy real.