Ramona se ha despertado muy temprano, como siempre. No han amanecido las primeras luces y ya está bregando entre cafeteras, lavadoras y diciendo adiós a sus hijos “Tened buen día” mientras les imprime la mejor de sus sonrisas. Tal vez sea por esos remordimientos de mujer que navegan bajo sus entretelas de madre que abandonó a sus hijos para irse a trabajar en aquellos años difíciles en que la soledad, los pañales y las paredes del hogar, se la hacían asfixiantes. Entonces salió al mundo laboral dándola palos de todos los colores, pero ella se remangó y se demostró a sí misma que valía para algo más. Claro, pero como todo en la vida, anidó renuncias, miedos, incertidumbres, éxitos… Un coctel que con el tiempo le pasó factura. Sucumbió, el mundo se la tragó a ella. Tocó fondo, a ese lado oscuro en que van las personas a lamerse las heridas y, un buen día, amaneció de sus propias cenizas y aprendió a caminar de nuevo. Todo para ella era desconocido: amigos, familia, marido e hijos. Lo que más le dolía era ese desconocimiento de su propia carne. Esos hijos que habían crecido sin el bocadillo a media tarde, sin esas palabras tan comunes en cualquier hogar “Dejad de jugar y haced los deberes”, Ramona nunca estuvo a esa horas de peligros inciertos en la adolescencia de sus hijos.
Pero el tiempo pasado, pasado está. No hay remedio y las lamentaciones no llevan a ninguna parte, son inútiles por mucho que te empeñes. Ramona, como mujer común, se sentía desubicada de su entorno. No tenía ni siquiera aficiones. ¿Qué había hecho con su vida? Se preguntaba constantemente, ¿había compensado? No tenía una respuesta clara. Sus desajustes mentales eran graves. Necesitó ayuda para superar su crisis de identidad. Más de una vez, algún vecino la paró en el ascensor preguntándola si era nueva en el edificio. ¡Normal! Ramona cada mañana ponía las calles de su ciudad y volvía a casa casi cuando las luces se apagaban. ¿Quién entonces la iba a conocer? Ni su marido, un hombre que se acostumbró a estar sin ella y que, incluso, más de un festivo llevaba a sus hijos a comer fuera de casa y le confundían con un divorciado.
Ramona, ya todo eso no lo podía cambiar, pero sí construir un presente y tal vez un futuro.
Ahora aprende a cocinar, guisar patatas de mil maneras mientras siente un beso en su nuca de agradecimiento. Sus pasos son aún demasiado tartamudos, pero su sonrisa emerge de adentro. Hasta ha encontrado dos amigas de un ayer que abandonó. Se abrazaron, Ramona sintió un calor desconocido; la gustó, y se pusieron a hablar como si el tiempo fuera hoy.
Ramona, es una mujer como muchas que hay. No manejó tiempos ni prioridades. No supo o no quiso. Pero ella se ha subido a un nuevo tren en el que no desperdicia ninguna oportunidad de vivir sintiendo que la vida corre por sus venas.