De lo mío con la hija muda del señor Don Sapo.

Todo lo narrado en este cuento ha ocurrido de una forma u otra por increíble que parezca.
Fue un verano de los buenos.

Mi vecino Checho y yo vivíamos entre el campo y la playa, a las afueras de Cambrils, en una zona que en esos años combinaba tanto turismo como agricultura. Hacía mucho calor y no sé por qué, se nos ocurrió ir a coger melocotones a la finca del Señor Agustinet. Era un largo camino hasta los mejores melocotones del lugar.

Seis o siete kilómetros de caminos para niños de diez años era bastante, aunque no era nada que no pudiéramos superar con nuestras bicis súper molonas: eran del tipo BMX (dependiendo de la edad que tengas sabrás de qué hablo). Yo montaba una BH California XL3 y mi colega, una espectacular Monty Especial cromada (más adelante llegarían las Mountain Bikes que destruirían el placer de ir en bici).
Metimos unas bolsas de plástico en los embellecedores absurdos de los tubos de nuestras bicis y partimos. Ahora pienso que lo mejor hubiera sido llevarnos una cantimplora por el calor salvaje que hacía, pero a ser previsor se aprende con el tiempo.

Nos entretuvimos tirándonos por unas excavaciones previas a la construcción de un edificio y nos retrasamos un poco más de lo que teníamos previsto. El caso es que nos entró sed. Mientras hablábamos de lo guapas que eran nuestras novias inexistentes, Checho cambió de tema en seco—tengo sed—. Y tal cual lo decía, brincaba de su bici dejándola caer en medio del camino y saltaba la valla de un chalet para buscar alguna manguera por el jardín. Él siempre entraba a los jardines sin mirar, pero yo guardaba cierto pudor e intentaba asegurarme de que no hubiera gente y la verdad, me pareció que no había nadie viviendo ahí desde hacía mucho tiempo. Resultó no ser así. No encontramos manguera ni grifo para beber, pero yo me quedé alucinado con una pedazo de zarza llena de moras maduras y espinas como navajas que salía del centro del jardín y cubría el porche y gran parte de la casa, creando una especie de tejado que daba una sombra muy fresquita. —¡La fruta quita la sed!— dije con mi infinita sabiduría. Y empezamos a engullir moras como si no hubiese mañana. Por cierto, no toda la fruta quita la sed: el aguacate y el plátano no la quitan. Las moras, tampoco.
Estuvimos un buen rato comiendo moras. No nos importaba pincharnos, merecía la pena. Había tantas que las que colgaban del techo nos las comíamos sin usar las manos: mirando hacia arriba y abriendo la boca sin más. En una de esas, enderecé la mirada y vi que alguien nos observaba desde el interior de la casa. Qué susto, por favor. Me quedé paralizado y Checho, aunque siguió engullendo nutritiva fruta un buen rato, se acabó dando cuenta de que nos habían pillado. Normalmente solucionábamos estos entuertos corriendo diplomáticamente, pero esta vez nos quedamos paralizados literalmente. Hechizados, me atrevería a decir.
Un hombre de cuyo rostro soy incapaz de acordarme (y te aseguro que tengo muy buena memoria para estas cosas), salió tranquilamente por la puerta corredera de la casa.—¡Seguid comiendo, no os cortéis!— nos dijo sonriendo con un libro en la mano. Aunque no me fiaba, pensé que era un tío guay y seguí comiendo para no ofenderlo. Aun así, no lo hice con las mismas ganas que al principio.

—Os parecerá bien robarme las moras—. Paramos de comer otra vez. Sabía que lo iba a decir.

—No sabíamos que eran tuyas—dijo Checho. No fue la mejor excusa, lo sé.

—Tranquilos, os perdono.

Dimos media vuelta y nos dirigimos hacia la puerta.
—¡No os puedo perdonar!— dijo gritando con furia—¡No me deis la espalda, niñatos!

Volvimos a darnos la vuelta y vimos que alzaba un libro para que lo viéramos. Apretaba los dientes como queriendo contenerse.

—Estaba escrito aquí que vendríais—agitó el libro—pero no os creáis que sois una especie de profecía. Este libro me cuenta lo que me va a pasar a mí, vosotros sólo sois un par de críos.

—No me lo trago— le dije, haciéndole entender que lo tomaba por un chalado.

—¡Ten respeto, chaval!— Me espetó—. Soy uno de los magos más temibles del mundo.

Ahora me arrepiento, pero en su momento, nos reímos mucho.

—Ibais a robar melocotones del Agustinet— Abrió el libro y nos señaló una línea —Tú te llamas Juanjo y tú, Checho.

Realmente, estaba escrito. Se nos cortó la risa. Fuera magia o un truco, daba mal rollo y nos lo creímos. Parecía que empezaba a calmarse y continuó hablando en un tono más agradable:

—Como me habéis caído bien, no os convertiré en pienso para hámsters. Sois muy pequeños como para castigaros—pero volvió a apretar los dientes y a mirarnos con odio—¡No puedo dejar que os vayáis sin compensarme el dolor que me habéis causado!—Se calmó un poco—me traeréis a mí los melocotones que ibais a robar.—Se dirigió al interior de su casa como si estuviera derrotado y se detuvo justo en la puerta mirando al suelo.

Pensamos que lo mejor era hacerle caso. Nos pareció una tarea sencilla, al fin y al cabo es lo que íbamos a hacer. Vale que los melocotones no iban a ser para nosotros, pero tampoco iba a ser la última vez que trabajara gratis en mi vida.
Le dimos las gracias por no transformarnos en pienso y nos dimos media vuelta. Cuando íbamos a salir por la puerta, nos dio un grito:

—¡No salgáis por la puerta, por Dios! ¡De los lugares mágicos se sale por donde se entra!

—Entonces,—le pregunté—¿saltamos la valla otra vez?

—Da igual, salid por la puerta, así tendréis la oportunidad de ver el perfil de la vida.

—¿Qué quiere decir?—. Sentí curiosidad.

—Que normalmente ves las cosas por delante o por detrás, pero también se pueden ver de canto o de perfil. Hay otra perspectiva más, pero por vuestro bien, espero que no la veáis nunca.

Hicimos ver que le entendíamos y salimos. Se despidió de nosotros:

—Si no me traéis una bolsa llena de melocotones antes de que anochezca, haré que muráis descuartizados por perros. Un abrazo, chicos. Y mucha suerte en vuestra misión.— Parecía que volvía a entrar en su casa pero volvió a hablarnos lleno de rabia—. ¡Y decidle al sapo que Don Ramiro no le perdonará nunca!—

—¡Claro, claro!—le respondió Checho mientras levantábamos nuestras bicis.

Antes de empezar a darle a los pedales, me detuve un instante y pensé que ese estaba siendo el segundo día más raro de mi vida.
Seguíamos con sed. El mundo visto de canto parecía más o menos lo mismo. No sé, la hierba verde era verde, pero otro tipo de verde. No sabría describirlo. El cielo tenía un tono azul un poquito diferente, no sé. Y los árboles, no sabría decir, estaban más o menos igual, la corteza, quizás más remarcada, de un color más intenso. Vamos, que si no fuera porque un pino se puso a andar, casi no habríamos notado cambio. Más adelante descubriríamos que ese pino estaba harto de que el árbol de al lado le hiciera sombra siempre a la misma hora.

Y empezamos a ver cosas asombrosas, pero sin sorprendernos. Teníamos la sensación de conocerlas de siempre. Era como estar leyendo un relato fantástico en el que te sorprenden las descripciones, pero no el hecho de que estén escritas.

Seguimos por nuestro camino, íbamos por lugares que conocíamos desde siempre, aunque el color de todo era raro. Nos hizo mucha gracia que algunas piedras del camino se apartaban antes de que las pisáramos, como si fueran pollos asustados. Pasados unos minutos a pleno sol íbamos con la lengua como si hubiéramos comido algarrobas verdes. Atravesando una urbanización de ricos llegamos a otro de los los lugares dónde solíamos parar a beber. Era un grifo que debía servir para poner una manguera y regar las jardineras de los alrededores de una pista de tenis. Todo a su alrededor estaba verde porque llevaba años perdiendo agua, era como un pequeño oasis. Esa vez fui yo el que dejé caer la bici lanzándome de cabeza al grifo. Cuando lo abrí y puse el morro, Checho me agarró por la nariz y me impidió beber. Lo intenté de nuevo y me estiró la oreja. Cuando iba a decirle lo imbécil que era, lo vi de pie a varios metros de distancia partiéndose de risa. Delante de mí revoloteaba una especie de hada pequeñita, como la Campanilla de Disney, pero un poco más ligera de ropa (supuse que era por el calor).

—¿Por qué no me dejas beber?—Pregunté enfadado.

Con voz de pito muy suave me dijo mientras volaba:

—¡Coloca la palma de tu mano hacia arriba!

Le hice caso e inmediatamente se posó sobre mi mano clavándome sus piececillos descalzos en los dedos anular y corazón. Colocó las manos sobre sus rodillas y respiró fuerte tres o cuatro veces:

—Uf, es que no sabes lo que cansa revolotear, que los humanos os creéis que volar es magia.— Se incorporó y continuó—. Si se os ocurre beber o comer algo estando en este mundo, no podréis salir de él jamás.

—¡Pero eso es bueno!—le dije ilusionado

Se puso seria.

—¿Habéis visto alguna persona desde que habéis salido de casa de Don Ramiro?

—Ahora que lo dices: no

—Si os quedáis en este mundo no volveréis a ver a ningún humano nunca más, aunque ellos sí que os podrán ver a vosotros. No seréis los únicos niños que lo hagan, ni los últimos. Sólo digo que lo penséis bien.

—¡A mí no me importaría quedarme!—dije

—¡Yo también quiero quedarme!—dijo Checho

El hada, con gesto de hartazgo señaló algo y nos dijo:

—Bueno, pues precisamente, este agua sale del culo de esa monstrua repugnante que está en lo alto de ese montículo.

Efectivamente, había una monstrua repugnante, de cuyo trasero emergía un tubo que se adentraba en la tierra y que coincidía en ángulo con la salida de nuestro grifo. Fue muy amable y nos dedicó una sonrisa y un cordial saludo. Decidimos no beber.

—Ahora, cumplid con vuestra misión, porque si Don Ramiro os ha amenazado de muerte, lo cumplirá por ley. Lo que que un mago dice, debe hacerlo aunque cambie de opinión.

Yo me moría de sed y supongo que Checho también. Nos despedimos del hada y nos subimos en nuestras bicis, pero el hada se colocó delante de nosotros y nos detuvo.

—¡Esperad, chicos!—nos gritó—se me olvidaba daros el típico consejo super importante antes de iros.— Se posó en el manillar de mi bici—. Cuando crucéis la vía tenéis que estar atentos a los trenes de este mundo, pero también a los del vuestro—. Formó un círculo uniendo su pulgar y su índice y se lo colocó delante del ojo—buscad algún objeto transparente y mirad a través de él antes de cruzar las vías.

Salió volando y nosotros pedaleando. Entre pedales pensé que quería seguir viendo esa dimensión del mundo para siempre y no encontraba motivos para volver al de siempre; al de ver el mundo por delante o por detrás, o por el culo en según qué momentos.

Llegamos a la vía de tren que teníamos que cruzar. No era nada sencillo. Siempre me había dado mucho miedo cruzarla, como para que ahora hubiera trenes que no pudiéramos ver. La dificultad para cruzarla residía en que estaba vallada con una verja de alambre a ambos lados y que la verja estaba casi tocando a la vía. Había un pequeño agujero en las dos partes por dónde pasábamos, y una vez habías metido una parte del cuerpo en ellos, ésta pasaba a estar expuesta a un atropello del tren. A eso había que sumarle que teníamos que pasar, también, nuestras bicis. Checho me levantó la valla y estaba pasando la bici cuando oímos un ruido tremendo, y al levantar la vista nos asustamos al ver una especie de locomotora antigua descomunal con la forma de un caballo forjado en hierro a gran velocidad. En sus vagones había cientos de seres lanzando cartas al aire, miles de cartas por segundo. Nos llegó a las manos una carta a cada uno. Ponía nuestro nombre tanto en el destinatario como en el remitente. Me hizo mucha gracia el sello, porque aparecía el dibujo de un pie con una mini corona en cada dedo y con un texto que decía lo siguiente: “en homenaje al Rey Pie II, el Conquistador”. Me sorprendió que la fecha del matasellos fuera 2056 si estábamos en 1990, pero vamos, que no era lo más raro que había visto aquel día. Abrí el sobre y extraje la carta de su interior. En el encabezado había algo impreso que decía “OCAUM: Oficina de Consejos A Uno Mismo, con la aprobación del Ministerio de Asuntos Relativos. Oferta de la semana 3×2”. Más abajo había impresas diez líneas con una numeración del uno al diez al principio de cada una. Sólo las tres primeras estaban escritas:
“1_Si quieres ser feliz: ama. 2_Vive la vida como si fuera una segunda oportunidad. 3_Comer maíz te da diarrea”
Tardaría en entender lo que había escrito bastantes años, pero nunca lo olvidé. Checho también había leído lo suyo. Se quedó un poco serio durante un rato pero no se le veía triste.

Aunque estaba muerto de sed le dije a mi colega que siguiéramos. Buscamos un cristal o una botella para mirar a través y ver si pasaba algún tren, tal y como nos dijo el hada, pero todos los cristales que vimos estaban en la vía. Como alternativa pensé que estaría bien tirar una piedra y ver qué pasaba. Checho buscó una y la lanzó por encima del alambre. Antes de caer al suelo se oyó un golpe metálico junto con un “¡ay!” y la piedra salió rebotada.

—¿Lo has oído? —Me preguntó Checho

—¡Sí! por la vía debía estar pasando alguien y le hemos debido dar una pedrada.

Checho intentaba ver algún indicio de lo que le había dicho y a mí me entró el miedo.

—¿Y si le hemos dado a una persona de la dimensión normal y ahora viene a por nosotros sin que podamos verlo?

Mirámos alrededor asustados.

—¿Y si lo hemos matado?—dijo Checho llevándose las manos a la cabeza

—¡Oiga Señor!—dije sin levantar mucho la voz y mirando a la vía—¿Está usted bien?

—¡Seréis idiotas!—se oyó una vocecilla a nuestros pies—¡el que se ha quejado he sido yo, que me habéis lanzado contra un tren!

Nos estaba hablando bastante enfadada la piedra que habíamos tirado.

—No sé qué pasa con los humanos que no hacéis más que tirarnos contra cosas.

—Perdón—le dije

—Nada de perdón, ayudadme a buscar el sitio del que me habéis levantado, que tenía un bicho bola debajo que debe estar asustadísimo de verse a la intemperie.

Enseguida encontramos el lugar y vimos un pequeño hueco en el suelo con una especie de cerdito violeta de tres o cuatro centímetros acurrucado sobre si mismo y temblando. Cuando íbamos a colocarle la piedra encima, ésta sacó unas patitas pequeñas y con mucha delicadeza dio unas cuantas vueltas sobre el bicho hasta que encontró la postura y se sentó con mucho cuidado.

—Ale, ya os estáis largando de aquí.—Nos dijo indignada

—No sabíamos…—Quise disculparme pero me interrumpió

—Pues si no sabíais: ¡preguntad!—nos gritó

—Ya nos vamos—. Dijo Checho estirándome del brazo

—Pues daos prisa porque Don Euclides—sacó una manita para señalar—va a cruzar la vía y le cuesta una eternidad.

Vimos que estaba a punto de llegar al agujero de la valla una especie de oso de tres metros calvo y gordo, cubierto de lorzas y michelines. Fuimos corriendo para llegar antes que él. Empezamos de nuevo el proceso de levantar la valla pero ahora era Checho el que pasó antes. Pasó su bici, luego pasó él. Pasé mi bici y luego pasé yo y detrás de mí empezó a pasar el oso que, evidentemente, se quedó atrancado de lo rechoncho que estaba. Cruzamos la vía y fuimos hasta el siguiente agujero, pasó su bici con algo más de dificultad y salió. Intenté pasar mi bici y cuando Checho la estiró para sacarla, vimos que se había quedado enganchada en un alambre de la valla. De pronto sentí miedo. Habíamos cruzado sin mirar y podía estar llegando un tren de los que no se veían. Empujé con fuerza la bici, pero no pasaba. Desde el otro lado, Checho intentaba quitar los alambres y yo miraba a un lado y a otro porque si venía el tren apenas tenía espacio para resguardarme. Miré a través de un trozo de botella de vino que encontré a mis pies. Venía un tren a lo lejos. Entré en pánico. Fui a salir por donde había entrado pero estaba el oso. Intenté pasar por el agujero donde se había encallado la bici pero no cabía y me estaba quedando atrapado. El tren me iba a pillar. Checho me agarró del brazo y empezó a gritar “socorro” mientras tiraba de mí con todas sus fuerzas. Intenté recoger las piernas todo lo que pude para que no me las segara las ruedas de acero. Aunque no lo veía sentía que estaba a punto de arrollarme.
De pronto llegaron, como un rayo, dos niñas que se plantaron delante de nosotros. Una de ellas, mirando a los raíles, describió media circunferencia con el brazo al tiempo que aparecía un pequeño arco iris sobre la parte de la vía más cercana a mí. Pude oír aliviado como el tren pasaba sobre el arco iris sin cortarme las piernas ni decapitar a Don Euclides, todo sea dicho.

—Os hemos salvado—dijo una de ellas, mientras, la otra, mirando a la valla y a la bici atrapada, entrelazaba sus dedos y los desentrelazaba lentamente al tiempo que los alambres se separaban como un jersey deshilachándose.
Aproveché para empujar la bici y salir. Ella volvió a entrelazar sus dedos y la valla volvió a su anterior estado.

—Soy Carlota, y la que hace esa magia tan guachi es mi hermana Diana. Es muda, por cierto.

Diana me miró y sonrió. Me dio un poco de vergüenza porque era muy guapa y aunque era casi idéntica a su hermana, tenía algo especial. Tenía el pelo negro un poco ondulado y los ojos marrones y brillantes y no parecía importarle ser muda. Llevaban pantalones tejanos cortos muy desgastados, unas zapatillas Victoria que alguna vez debieron ser blancas y unas camisetas de tirantes con rallas gruesas blancas y rojas. Se parecían hasta en lo sucias que iban y en la costra de fino moco bajo sus naricillas, aunque eran muy distintas. Carlota, la que hablaba, llevaba dos trenzas y la mudita mágica, dos coletas.
Yo no podía dejar de mirar a Diana y creo que ella a mí tampoco.

—¿No sabe hablar?—preguntó Checho

—Pues creemos que sí que sabe pero que no le da la gana.

Conecté con la conversación y pregunté:

—¿Cómo va a saber hablar y no hablar?

—Es asunto suyo. Ni nuestro padre ni yo nos metemos en su vida. Lo que pasa es que creemos que sabe hablar porque una mañana se levantó de la cama y dijo “estulticia” y se volvió a acostar.

—¿Qué quiere decir estulticia?— le pregunté sin poder evitar mirar la sonrisa de Diana otra vez.

—No lo sabemos.

—¿Es la única palabra que dice tu hermana en toda su vida y no os habéis preocupado por saber lo que significa?—pregunté un poco indignado.

Diana me hizo un gesto para hacerme entender que no le gustaba que riñera a su hermana, y la verdad es que, aunque era muda, se le entendía muy bien.

—Lo siento—. Me disculpé

Me sentí raro al obedecer a una chica y me propuse que no me volviera a pasar nunca más 😉

—No tenemos diccionario y nadie que conozcamos nos sabe decir qué significa.

—Yo lo podría mirar en mi casa y volver para decíroslo—. Me ofrecí.

—No hace falta.

—Sí, déjame hacerlo por haberme salvado.

—Como quieras, a ver qué te dice nuestro padre.— Miró a su hermana—Diana, libera a Euclides.—Miró a Checho—Es un oso muy, muy pesado. Se pasa el día intentando cruzar las vías y quedándose atrapado cada vez que lo hace. Lo ha pillado el tren mil veces pero siempre se regenera. Bueno, el pelo no se le regenera.

Diana miró al oso e hizo un gesto con las manos como si estirara un chicle y Don Euclides se estiró y pasó fácilmente por los agujeros.

—Ala, vamos con nuestro padre, que os está esperando.

—¿Nos está esperando?—Me extrañé.

—Salíais en su libro blanco.

Caminamos unos veinte minutos sujetando nuestras bicis por el manillar. Yo no era capaz de alejarme de Diana, quería andar con ella y no sabía por qué. Checho iba delante hablado de no sé qué con Carlota.
Diana y yo nos mirábamos y no podíamos parar de sonreír. Intentaba ponerme serio para que me viera la cara en modo normal, pero nos entraba la risa hasta que fue ella la que se puso seria: Señaló a mi pecho y con la otra mano deslizó su dedo índice desde su lagrimal hasta la comisura de su labio.

—No te entiendo.

Volvió a señalarme el pecho y a hacer ese gesto.

—No sé qué me quieres decir—le dije con miedo de ofenderla o de que se hartara de mí.

Pero su hermana se giró y me lo tradujo:

—¿Que cómo te has hecho esa herida?—gritó como si estuviera en una subasta de pescado.

Me miré asustado el pecho, por si me había hecho sangre sin darme cuenta.

—No tengo nada—. Le dije con cara de tonto.

Ella asintió. Nos detuvimos y acarició mi cara. Puso su mano boca abajo, luego, lentamente la puso boca arriba y finalmente la dejó de lado. Creo que se me pusieron los ojos vidriosos porque me entraron muchas ganas de llorar; la había entendido perfectamente. Aún así, Carlota se acercó y, con un poco más de delicadeza, volvió a traducir:

—Que si no te gusta tu vida, la mires por el perfil.

Diana hizo como si espantara una mosca y su hermana volvió a traducirla gritando:

—Que las moscas cojoneras no sobreviven al invierno.

Seguimos nuestro camino. Sentí que ya no tenía sed.
Se pararon un momento. Checho iba a preguntar por qué, pero Carlota le tapó la boca. Nos indicó que la siguiéramos en silencio y, sigilosamente, salimos del camino y nos adentramos en una especie de sendero de cañas y juncos.
Caminábamos medio agachados mientras ellas iban con una sonrisa de oreja a oreja, cosa que me inquietaba un poco. Llegamos a una zona donde las cañas eran más gruesas y con los entrenudos morados. Carlota agarró una:

—Caña de azúcar—dijo en voz muy baja.

Y empezó a tirar de ella para arrancarla. Se oyó un gruñido de algo muy grande detrás de las cañas. Checho y yo nos asustamos mucho sin embargo ellas se taparon la boca para que no se les escapara la risa. Diana, con su magia, ayudó a arrancar la caña con raíz y todo pero hizo un poco de ruido. Inmediatamente, detrás de todo el espesor se oyó otro gruñido y un sonido metálico. Se levantó un perro gigante de unos diez metros de alto atado a una pedazo de cadena monstruosa y se nos quedó mirando por encima de las cañas.

—¿Muerde?—pregunté tembloroso y esperanzado

Nos enseñó los dientes. Diana usó su magia para darle un bofetón en el jeto con la caña y se puso a ladrar como si estuviera poseído por siete perros infernales.

—¡Pues claro que muerde, idiota!—gritó Carlota riéndose—¡seguidnos!

Cumplimos órdenes y empezamos a correr detrás de ellas. El perro dio un salto tremendo para atraparnos dando dentelladas a diestro y siniestro; me hubiera arrancado la cabeza si la cadena no hubiera llegado al límite. A ellas les hacía mucha gracia pero nosotros corríamos gritando y lloriqueando. Entre gritos vi que en vez de alejarnos estábamos corriendo en círculos alrededor del palo al que estaba atado el perrazo. No me atrevía a mirar atrás, pero sabía que lo tenía cerca porque le cantaba el aliento que levantaba la boina. De repente oí un golpe seco y un lamento perruno. Las chicas dejaron de correr sin parar de reírse, nos giramos y vimos que el perro había enrollado toda la cadena en el palo y ya no podía moverse. Diana le hizo cosquillas en el hocico con las hojas de la punta de la caña y se empezaron a reír a carcajadas. La verdad es que movía el hocico de una forma muy graciosa al tiempo que nos miraba con odio. Se nos fue un poco el miedo y empezamos a reírnos, también, hasta que estornudó y nos cubrió de mocos a los cuatro. Nos miramos con cara de asco los unos a los otros y estallamos en la mayor carcajada que se hubiera oído jamás, de hecho, a mí se me salieron los mocos aunque nadie se dio cuenta.
Diana me tocó el hombro, se pasó la mano por la cara y me señaló la cara del perro al tiempo que encogía los hombros. La entendí y le respondí:

—¡Ponle orejas de persona!

Chasqueó los dedos y le aparecieron orejas de persona al perro. Quedaba graciosísimo y nos reímos todavía más.

—¡Ponle tupé canoso!

Chasqueó de nuevo y le apareció tupé al perro. Volvimos a reírnos y el perro nos enseñó sus colmillos terribles.

—¡Ponle dientes de persona, pero con las palas separadas!—la interrumpí antes de que chasqueara—¡Y barba y alas de mosca!

Y chasqueó sonriendo. Todos se rieron menos yo. Me acerqué y lo miré fijamente:

—Ya no das miedo.

Me mantuve frente a él todo lo que pude aunque me temblaban las piernas.

Checho, todavía riéndose, se dirigió a Carlota:

—¿Siempre le hacéis lo mismo?

—Una o dos veces por semana.

—¿Y no se aprende el truco de la cadena?—Volvió a preguntar riéndose un poco menos.

—Claro que sí.

Checho y yo nos quedamos con las cejas levantadas y el perro empezó a correr en sentido contrario alrededor del palo.

—¡Coged todas las cañas que podáis y salid pitando!—Gritó Carlota.

Y mientras daba vueltas como un poseso recogimos un montón de cañas de entre las que había arrancado al intentar atraparnos y salimos zumbando. Ellas se partían de risa y nosotros de miedo.

Cuando llegamos a una distancia prudencial nos detuvimos y Carlota partió una caña por la mitad y metiendo los dedos entre las astillas que habían aparecido por romperla, la abrió longitudinalmente en dos mitades y nos las ofreció.

—Comed.

—Pero si comemos no podremos salir de esta dimensión—. Le dije.

—Hay cosas que son iguales en este mundo y en el otro, y se pueden comer sin que pase nada—. Se le veía con ganas de que comiéramos.

—Pero el hada del agua nos dijo que no comiéramos.

—Doña Araceli nos es mala, pero no se ha preocupado nunca de entender el mundo que le rodea. Además mi padre dice que es un putón. Aunque no sé a qué se refiere.

Diana asintió resignada y con un gesto me indicó que comiera.
Aunque no estaba convencido del todo, la probé con cuidado. Cuando mis papilas gustativas la detectaron abrí los ojos como platos al sentir ese dulzor tan maravilloso lleno de matices. Arranqué un trozo de pulpa con los dientes, lo mastiqué y absorbí el líquido de su interior, escupí las fibras que habían quedado y di otro mordisco. Checho estaba haciendo lo mismo cuando Carlota nos interrumpió:

—Os hemos engañado. Os vais a quedar atrapados aquí.

Dejamos de comer asustados. Y volvió a hablar:

—¡Que es broma, tontacos!—Y las hermanas se rieron de nosotros un buen rato.

Cuando dejaron de reírse Diana le hizo unos gestos a su hermana y Carlota me los tradujo:

—Que dice que tenéis que buscar en vuestro mundo las cosas mágicas que también están en el nuestro.

—¿Y cómo lo sabremos?—pregunté con mucho interés.

Diana hizo un gesto como si comiera una rodaja de sandía con las dos manos y disfrutara de lo rica que estaba.

—Todo lo que sea dulce por dentro en vuestra dimensión—nos tradujo Carlota—estará también aquí.

—¿Sólo compartimos cosas que se comen?—Pregunté con cara de lelo.

Diana me dio una pequeña bofetada y su hermana me respondió:

—Dulce a cualquiera de los sentidos.

No me quedó muy claro, pero atamos las cañas a las bicis y continuamos nuestro camino.
Diana caminaba otra vez a mi lado sin dejar de mirarme sonriente. Yo hacía lo mismo y me sentía extraño porque nunca había sentido algo así, era más extraño que el día que estábamos teniendo. De repente me abrazó sin más y yo me extrañé pero me alegré mucho y no podía dejar de sonreír. Pensé que me tendrían que llevar a urgencias para cortarme los músculos de la cara o algo, para relajarme la expresión. Después de abrazarme como si nada, señaló ilusionada algo. Vimos que era una acequia por la que bajaba mogollón de agua, me dejó sujetando la bici y se zambulló dentro. Su hermana hizo lo mismo. Cuando Checho y yo quisimos tirarnos Diana no nos dejó. Se tapó la boca y nos negó con el dedo.

—Si os entra una sola gota de agua en la boca os quedaréis, ya lo sabéis—Nos advirtió Carlota.

Mi amigo y yo nos quitamos las zapatillas apestosas y metimos los pies en el agua y vimos como se bañaban las hermanas y cómo el sol que pasaba entre las cañas y los juncos se reflejaba en las gotas que volaban al chapotear. No entendía por qué no podía quedarme allí para siempre. Diana hizo unos gestos a su hermana y ésta me gritó:

—¡Porque si os quedáis aquí, esto nunca habrá pasado!

Y Diana se colocó de espaldas a la corriente, se agarró fuerte al cemento de los lados y taponó con su cuerpo el curso del agua que empezó a saltar por encima de ella con fuerza y las dos se reían y cientos de peces de colores brillantes empezaron a pasar entre sus brazos y su cuello y sobre ella. Sé que no me lo imaginé porque los notaba en mis pies al pasar. Entendí lo que significaba probar el sabor dulce con un sentido que no fuera el del gusto.

Cuando creyeron que ya se habían divertido lo suficiente, continuamos. Y me volvió a abrazar por el camino y yo no me lo podía creer y me encantó que me dejara empapado.

Pronto llegamos a su casa. Se les veía que les encantaba poder enseñárnosla.

Era una especie de chabola muy bien cuidada a la sombra de un algarrobo descomunal, que bien podría tener dos mil años. Su copa cubría un área tremenda y el suelo del que salía estaba viejo y polvoriento y lleno de algarrobas secas y de manchas de luz temblorosas. El polvo permitía ver las columnas que formaba el sol al pasar entre las hojas. Todo ello, adornado con juguetes desgastados repartidos por el lugar, mostraba una estampa mágica muy distante de lo cutre que sería todo por separado. Entramos fascinados en su sombra. Dejé de tener calor, diría que casi tenía frío. Había un hombre gordo bajo un rayo de sol sentado en una hamaca de playa leyendo un libro. Parecía diminuto al lado del tronco, pero no lo era. Era enorme. Casi asustaba de lo lo grande que era.

—Acercaos—. Dijo con la voz más grave que había oído jamás.

Y al acercarnos pude ver con espanto que tenía cabeza de sapo. Las chicas pasaron corriendo por nuestro lado.

—Es nuestro padre—. Dijo Carlota sonriendo y subiéndose a un triciclo viejo.

Diana se subió a un saltador de esos que son como un palo con un muelle y empezaron a hacer carreras alrededor del árbol.

—¿Es usted el sapo?—Le pregunté tembloroso.

Se levantó lentamente y pudimos confirmar que era enorme; dos metros y medio, diría yo. Se quitó las gafas de ver de cerca y las dejó en la hamaca junto al libro.

—Prefiero que me llaméis Don Carmelo, a no ser que quieras que te llame “humano”, en vez de Juanjo.

—Claro, es que Don Ramiro nos dijo…

—Ya lo he leído en mi libro blanco:—me interrumpió—que me digáis “que no me perdona”.

—Sí, eso, que dice Don Ramiro “que no te perdona”.—Interrumpió Checho.

—Lo sé, lo sé.

—Hemos traído cañas de azúcar.—Dijo Carlota al pasar a toda velocidad por nuestro lado.

—Mmm, qué ricas,—dijo Don Carmelo—frotándose las manos palmeadas

—¿Qué es lo que no te perdona?—Le dije sacando pecho.

Las chicas se quedaron quietas mirando y Carmelo abrió los ojos sorprendido.

—Le di un motivo para vivir—. Se acercó a mí—Verás, a veces, las personas se van para siempre—me puso la mano en la cabeza—¿me entiendes?—hizo una pequeña pausa para que yo asintiera—y los que se quedan, a veces quieren irse con ellas aunque no sea el momento de irse.

—¿Se le murió alguien?—Le pregunté triste.

—Su mujer. La quería muchísimo. Era maravillosa. ¡Imagina cómo debía ser la mujer del mago más poderoso del mundo si todas las mujeres humanas y no humanas de este lado de la vida estaban enamoradas de él! Vivía para ella. Eran felices y eran nuestros amigos. Y cuidaban de mis hijas cuando yo estaba fuera. A veces pensaba que los querían más a ellos que a mí.

Mientras escuchaba a Carmelo vi cómo lágrimas dibujaban líneas blancas en las sucias mejillas de Diana. Continuó contando la triste historia:

—Era de vuestro mundo y murió por una enfermedad de vuestro mundo y, ni yo ni el mayor mago que ha existido jamás pudimos salvarla. Después de eso lo estuvimos visitando todos los días durante un año, hasta que un día llegamos a su casa y vimos que había hecho una hoguera en el jardín con todas las cosas de Carmina. Me dijo que se iba a ir con ella y que no quería que nadie tocara las cosas que le habían pertenecido.

Diana se secó las lágrimas y se extendió la roña por toda la cara mientras seguía escuchando a su padre.

—Yo no le juzgué, sólo le di un abrazo y le dije que las niñas lo iban a echar mucho de menos. En ese momento me gritó y, enfurecido, me dijo que cómo iba a irse ahora y hacerle eso a mis hijas. Que después de que hubieran perdido a Carmina no podían perderle a él. Y me dijo que nunca me perdonaría haberle dado un motivo para vivir.

Carmelo dejó caer una lágrima y sus hijas corrieron a abrazarlo. Lo abrazaban tan fuerte que temblaban de la fuerza que hacían.

—Así que no se pudo ir porque nos quería, pero nos odia porque no se pudo ir.

—Os odia porque os quiere—. Le dije.

Carmelo me miró sorprendido.

—Vaya, ahora empiezo a entender por qué mi hija está enamorada de ti.

Me puse como un tomate aunque a Diana parecía no importarle. Carmelo se secó las lágrimas y con un tono menos compungido continuó:

—Se quedó perdido entre el amor y el odio. De los restos de la hoguera nació una zarzamora que se convirtió en el espejo de su alma en lugar de su rostro—. Se puso a cuclillas para estar a nuestra altura.—Pero siempre le querremos por mucho que nos odie. Porque somos sus amigos y un amigo no necesita ser amado para amar.

Me puso las manos en los hombros y siguió hablando en un tono mucho más alegre:

—Y ahora vamos hablar del tema por el que os he hecho llamar.

Me cogió la cara por el mentón, la miró por un lado y por otro, me levantó un brazo y lo dejó caer a peso. La verdad es que pensé que me examinaba para comerme. No fue así.

—Pues eres bastante normalito, no te ofendas—me dijo mientras seguía examinándome—cómo ya te he dicho, quiero saber por qué mi hija está enamorada de ti.

—Pero si no nos conocemos, casi.—Le dije un poco asustado.

Se levantó y se puso a una hija en cada hombro, enseguida empezaron a jugar con su calva.

—Mis hijas son muy especiales las dos, pero Diana tiene un don, ya lo has visto, es capaz de hacer todo lo que se imagine; pero también tiene una forma diferente de ver el tiempo y el espacio.

Diana me miraba alegre desde lo alto mientras su padre seguía examinándome.

—Eres más bien vago, por lo que veo—me miró fijamente a los ojos—Tampoco pareces muy valiente, ni muy guapo. Yo, de hecho, hubiera imaginado que elegiría a Checho antes que a ti.

—Yo también soy valiente—. Dije. No se me ocurrió nada mejor.

—Perdona, Juanjo, en realidad estaba hablando solo. Todos tenemos algo. Lo que pasa es que no veo lo que tienes.

Entonces habló Carlota colgándose de la cabeza de su padre:

—Nos dijo que volvería para decirnos lo que significa “estulticia”. A lo mejor es por eso.

—¿Será por eso, Diana?—le preguntó su padre—¿Cómo va a ser por eso?

—¿Por qué no se lo preguntáis a ella?—Intervino Checho

—Dice que no lo entenderemos de ninguna manera—. Le contestó el sapo.

Bajó a sus hijas y se acercó a la hamaca. Se puso sus gafas de cerca y empezó a ojear el libro. Iba avanzando las páginas sin encontrar una respuesta. Miró por encima de las gafas a Diana:

—¿Seguro que volverá?

Diana asintió y Carmelo siguió pasando hojas al tiempo que murmuraba “pues sí que va a tardar el colega, cuánto tiempo va a pasar…” Cuando llegó casi al final del libro dio un respingo de alegría:

—¡Mira!, sí que va a volver para decirnos lo que significa.

Leyó el libro unos instantes:

—No puede ser—y empezó a reírse a carcajadas—¡no fastidies que significa eso!

Todos esperábamos que nos lo dijera pero no fue así. Cerró el libro de golpe:

—Si lo digo nunca vendrás a decírnoslo—. Nos explicó—Diana, bórrame esa palabra de la cabeza inmediatamente.

Se agachó y Diana le tocó suavemente la frente con el dedo índice. Carmelo se levantó palmeándose los muslos y satisfecho nos dijo:

—A mí me vale como respuesta—. Se estiró para desperezarse—. Habíais venido a por los melocotones del señor Agustinet, por lo que he leído en mi libro.

—Sí, nos dijo que si no se los llevábamos haría que nos descuartizaran los perros.

—No me extraña que os dijera eso, son los mejores Melocotones del mundo. Él solía llevárselos a Carmina cada tarde para merendar. Lástima que sólo tenga un árbol.

Diana se acercó a su padre, le estiró de la camisa y le hizo un gesto. Éste asintió.

—Vale, ya se lo cuento—. Le dijo a su hija—Hay un dragón a este lado de la vida, que todo el mundo está deseando ver porque es el animal más precioso que ha existido jamás. Surca los cielos constantemente y sólo se posa en el suelo una vez cada cincuenta y tres años, y lo hace sólo para comer. Tranquilos, sólo come fruta.—Cogió aire—Pues la última vez que se posó lo hizo a unos noventa kilómetros de aquí—se veía la ilusión en su mirada—para comer los que, hasta el momento, eran los mejores melocotones del mundo.

Diana nos indicó muy ilusionada, que prestáramos atención. Su padre continuó con la historia:

—El caso es que cuando se hubo saciado, reanudó el vuelo y a los noventa y tres kilómetros ni más ni menos, mientras todos los vecinos del lugar estábamos impacientes por verlo y fotografiarlo, se echó la gran cagada draconiana que fue a parar a la finca del señor Agustinet.

Por la cara que ponían los tres miembros de esa extraña familia, entendí que esperaban que la historia nos resultara fascinante.

—Y de entre esa gran mierda brotó un melocotonero cuya semilla había atravesado todo el tubo digestivo del dragón más precioso que jamás existió. A parte del abono tan bueno que tuvo. Así que por eso son los mejores melocotones del mundo.

Se hizo un silencio un tanto incómodo. Y continuó:

—Pues ala, ya podéis ir a buscarlos. Es importante que los cojáis vosotros personalmente para saldar la deuda con Ramiro—. Se sentó en su hamaca—Y tened cuidado; esa zona está muy transitada por gente de vuestro mundo a los que no podréis ver,—abrió el libro—pero ellos a vosotros sí—. Se puso a leer, pero levantó la vista de nuevo y nos miró por encima de sus gafas—y mi hija no tiene poder sobre las personas de vuestro mundo.

Sacamos las bolsas de plástico que habíamos metido en los embellecedores de la bici y fuimos a por lo que habíamos venido a buscar. Salimos del cobijo del gran algarrobo y notamos, de nuevo, el calor sofocante aunque ahora el sol estaba bastante más bajo. Diana estaba seria y caminaba agarrándome la mano con fuerza. Carlota había ideado un plan y empezó a contárnoslo:

—A ver, tenemos que evitar que os vea el payés. Vosotros no podéis verlo y nosotras tampoco, pero sí que podemos oírlo y ver sus huellas. Como a nosotras no nos pueden ver, inspeccionaremos los alrededores del árbol, mientras vosotros estáis escondidos…

El plan parecía sencillo y no era la primera vez que le quitábamos melocotones al Agustinet. Lo que me preocupaba es que Diana no sonriera como había estado haciendo desde que la conocí.

Cuando llegamos a la zona Carlota nos dijo que nos escondiéramos bajo la copa de una avellano muy frondoso que había a unos treinta metros del melocotonero. Fueron hasta allí y caminaron alrededor del árbol. Miraban el suelo y escuchaban con atención para dar con cualquier indicio de presencia humana. Tardaban bastante y el cielo cada vez estaba más rojo y la sombra del melocotonero más larga.

—Pronto se hará de noche—dijo Checho.

—Nos dará tiempo. Confío en ellas—. Le dije .

—Yo también.

A través de las hojas del arbusto vi que Carlota nos indicaba que fuéramos. Se hacía difícil ver porque el sol del atardecer nos daba en los ojos pero fuimos corriendo hasta allí. Saqué la bolsa de mi bolsillo, la abrí y la coloqué para que Checho la fuera llenando. Mientras, ellas seguían vigilando. Los melocotones estaban muy agarrados a la rama y a Checho le costaba arrancarlos.

—¡Vamos Checho, hay que llenarla hasta arriba!—Le apresuré

Dejé la bolsa y empecé a arrancarlos yo también. Empezamos a tirarlos al suelo para recogerlos luego. El sol estaba tan bajo que hasta los melocotones proyectaban largas sombras.

—¡Tenéis que acabar ya, o no nos dará tiempo!—Nos gritó Carlota.

Cuando casi estábamos acabando, Diana me agarró la cabeza y me la giró para que mirara hacia dónde ella me indicaba y me señaló, asustada, algo:
Me costó darme cuenta. A unos cincuenta metros se veía un grupo de sombras en el suelo que venían corriendo hacia nosotros. No veíamos a las personas pero sí a sus sombras, y eran muchos. Llenamos la bolsa lo más rápido que pudimos.

—¡Rápido, tenemos que esconderos para que no os sigan!—Gritó Carlota estirando el brazo de Checho.

Cuando fui a agarrar la bolsa se me rompieron las asas y se me desparramaron casi todos los melocotones. Checho ya había salido corriendo estirado por Carlota. Me arrodillé y empecé a recogerlos como pude. Oí que alguien gritaba “ladrón”, levanté la vista y vi como Diana se ponía entre las sombras y yo extendiendo los brazos con la esperanza de impedirles el paso, pero no fue así. La atravesaron sin, ni siquiera, enterarse de que estaba allí. Me puse de pie sin intentar huir. Noté un impacto bastante fuerte en el hombro y empecé a sentir mucho miedo porque no veía quién me estaba agarrando y zarandeando y estirando. Oía los ecos de sus gritos, “ladrón… gamberro…dónde están tus padres”. Me hacían daño, pero me hacía más daño ver a Diana llorar por mí.
—¡Tengo que llevarlos o nos matará!—intenté explicarles sin saber a dónde mirar.

Pero seguían arrastrándome mientras decían “este niño está loco…tiene la mirada perdida…es tonto”
Me estiraron con fuerza del brazo y como me resistí, me agarraron de la oreja. Me dolió muchísimo. Grité. Y, aunque aguanté todo lo que pude, empecé a llorar. Vi que Diana dejaba de llorar y empezaba a mirar con ira en los ojos. Cerró los puños con fuerza, levantó lentamente la pierna con su pequeña zapatilla de tela y dio una patada al suelo haciendo que temblara la tierra. En ese momento los payeses debieron asustarse y me soltaron. Empecé a caminar lentamente hacia atrás porque sabía que si salía corriendo me iban a pillar. Miraba sus sombras asustado, para ver si volvían a por mí. Así fue, no pretendían dejarme ir. Cuando empezaron a acercarse oí que Diana gritaba enfurecida y daba una patada más fuerte, todavía, al suelo. La tierra rugió y se quebró desde su pequeño piececillo hasta donde se perdía la vista y yo caí en el interior de la grieta y todo se volvió oscuro.

Cuando recuperé la respiración tras unos segundos que se me hicieron eternos vi que estaba en una especie de caverna. Veía la apertura por donde había caído a muchos metros de altura. Seguía oyendo los ecos de esas personas “chaval…traeremos a los bomberos…chaval…tranquilo” y la tierra empezó a temblar de nuevo y a cerrarse. Puedo decir que es el momento en que más miedo he sentido de toda mi vida. Mi esperanza desaparecía al tiempo que disminuía el tamaño de la grieta por la que había entrado. Pero vi la silueta de una niña con coletas que saltaba como un rayo dentro del agujero y caía justo a mi lado. Se acabó de cerrar y todo quedó a oscuras y en silencio.

Noté que una mano pequeña y suave me acariciaba la mejilla.

—Diana—. Afirmé en voz baja.

Nos abrazamos fuerte. Creo que ella también tenía miedo.
La caverna parecía ser enorme porque mi voz y nuestros movimientos reverberaban. Al poco tiempo empezamos a ver dónde estábamos porque las paredes tenían algunos bichos bioluminiscentes. Nos levantamos y Diana alzó los brazos con la intención, supuse, de volver a abrir la tierra. No sucedió nada. Lo intentó varias veces sin ningún resultado. Agotada, me miró como si me hubiera decepcionado. Le cogí las manos e intenté consolarla:

—Sea como sea, saldremos de aquí. Esa gente sabe que me he caído dentro, vendrán a buscarnos.

Ella suspiró y se acurrucó en mi pecho y yo la abracé con fuerza.

Empecé a ver que algo se movía entre tinieblas. No quise decirle nada para no asustarla más. Era como si las paredes se movieran o se derritieran, estaba muy oscuro. Intenté que no se me notara el miedo que sentía, pero una voz que parecía que surgiera de toda la caverna a la vez, nos cortó la respiración:

—Yo soy el que observa desde abajo—la voz venía de todas partes, parecía la voz de un niño anciano—yo soy miles de millones.

Diana levantó la vista y miró aterrada nuestro entorno. Me miró como si me pidiera perdón por haberme metido ahí. La voz continuó:

—Yo soy los cimientos de vuestros mundos, ¿quién son estos seres que envidian mis infinitos cuerpos?—empezó a oírse movimientos por todas partes—¡dejad que os vea!

Y los escarabajos luminosos empezaron a brillar con fuerza y vimos que las paredes y el suelo estaban cubiertos de bichos repugnantes que se deslizaban los unos sobre los otros, a excepción de un pequeño perímetro alrededor de nosotros.
Se oyó una carcajada. Me pareció que todas las alimañas se movían al ritmo de la risa y otra vez nos puso los pelos de punta la voz:

—Es la niña mágica, la reina del tiempo.

Diana me abrazaba fuerte y negaba con la cabeza. Nuestro cerco se iba estrechando.

—Con su poder dominaré las superficies, mis cuerpos la devorarán y cubriré la tierra con mi manto.

—Antes tendrás que devorarme a mí—. Dije esa estupidez y no me arrepiento.

Noté que Diana daba una fuerte sacudida y se desplomaba en mis brazos. Vi que una escolopendra enorme le había picado en el muslo. Agarré el ciempiés, que se retorció con un movimiento repulsivo para intentar picarme a mí, y lo tiré al suelo pero volvió zigzagueando a toda velocidad y sin soltar a la Reina del Tiempo, lo aplasté con fuerza. Las paredes gritaron y por un momento se hizo el silencio.

Me agaché genuflexo y apoyé a Diana en mi rodilla y le sujeté la cabeza con el brazo. Le recogí las piernas para que no se le subiera nada. Ella me miró derrotada. Me puso la mano en la mejilla y habló.
Entendí cómo un sonido podía ser dulce:

—¿Sabes por qué estoy enamorada de ti?—Empezaba a perder el conocimiento.

No me importaba por qué estaba enamorada de mí, me importaba que se me estaba yendo y no podía salvarla. Se esforzó en seguir hablando:

—Porque me gusta la forma en que me recordarás—sus ojos se llenaron de lágrimas—me enamora que te equivoques y recuerdes que podía hablar.

Se le cerraron los ojos. Por experiencia sabía que no había que dormirse en estos casos y la zarandeé. Se despertó y me dijo sonriendo:

—Me gusta que recuerdes que desperté.

Me besó. Fue un beso muy pequeño, a penas sin contacto, pero fue suficiente para notar un puntito de humedad en mis labios. Se durmió.
Vi que los bichos le estaban subiendo por las piernas, se los quité a manotazos. Me puse de pie y la levanté en brazos, no podía sujetarla muy bien porque se me escurría y me pesaba muchísimo. Los bichos se acercaban a nosotros sin pausa. Empecé a pisotearlos con fuerza, pero eran demasiados.

—A ti no te quiero devorar, mis cuerpos no comen basura—. Dijo la caverna entera.

Empezaron a trepar por mis piernas desnudas para intentar alcanzarla y, no sé cómo, la alcé sobre mi cabeza y levanté los brazos lo más alto que pude. Enseguida me habían cubierto las piernas y seguían subiendo, sólo se me ocurrió gritar “socorro” todo lo fuerte que podía hasta que tuve que apretar los dientes con fuerza para que no me entraran en la boca.

Me cubrían entero y me estaban subiendo por los brazos para alcanzar a Diana cuando todo tembló y el techo de la caverna se alzó bruscamente quedando suspendido en el aire y dejando ver el cielo rojo del atardecer.

—Están ahí—Gritó Don Ramiro, que estaba flotando en el aire sujetando el colosal trozo de tierra con su magia.

Chasqueó los dedos y todos los bichos que nos envolvían se convirtieron en mariposas de colores que empezaron a revolotear alrededor de nosotros.

Carlota y Checho se asomaron al agujero. Ella se asustó al ver el estado de su hermana. Apoyé a Diana con mucho cuidado en el suelo. Casi sin verlo, Don Carmelo saltó desde lo alto y cayó a nuestro lado. Sujetó la cabeza de su hija con las dos manos y me preguntó:

—¿Qué le ha picado?

—Un ciempiés enorme de color naranja y negro. En el muslo—. Me apresuré a decir.

Le examinó la herida rápidamente y sacó de su bolsa un cuenco pequeñito, seleccionó una serie de hojas determinadas, las machacó, echó unas gotas de un liquido de una botella, volvió a machacar. Cogió un poco y lo metió en la boca de Diana y el resto lo frotó en la picadura.

—Rápido, Carmelo, no aguanto más—. Dijo Ramiro desde el aire.

El sapo nos agarró con fuerza a los dos y nos sacó del agujero de un salto. Ramiro bajó el brazo y el descomunal trozo de tierra cayó dejando un gran socavón. El flamante melocotonero quedó destrozado y los melocotones que habíamos recogido quedaron esparcidos por todas partes. Se hizo de noche. Don Ramiro bajó volando hasta mi lado y más cansado que atemorizado, le pregunté sin soltar la mano de Diana:

—¿Vas a matarnos?

—Un mago debe cumplir lo que dice por ley.

—¡Pero lo hemos intentado!—gritó Checho asustado

—A veces se me va la cabeza—dijo Ramiro—y digo cosas de las que luego me arrepiento, pero aun así, debo cumplirlas.

Ramiro generó algo de luz a nuestro alrededor porque estaba oscureciendo mucho.

—¿Te arrepientes de decir que nos ibas a matar?—preguntó Checho esperanzado

—No—dijo el mago—me arrepiento de haberos dicho que os perdonaba cuando os vi comeros mis moras—. Nos sonrió—resulta que la ley de los magos me impide mataros. Una pena, porque sois unos gamberros. Qué se le va a hacer.

Checho y Carlota se pusieron muy contentos, pero yo sólo podía pensar en Diana. Ramiro se acercó a ella y a su padre. Le puso la mano en la frente y le preguntó a su padre:

—¿Se pondrá bien?

—Sí. Una sola picadura no es suficiente para vencer a mi hija.

Don Carmelo me miró agradecido y Don Ramiro me dio unas palmadas en la cabeza.

De pronto, Diana empezó a inspirar con fuerza y entrecortadamente, creía que le estaba dando un ataque pero no fue así: estornudó con fuerza y le salió disparada por la nariz una mariposa de color rosa que se alejó revoloteando conmocionada. Abrió los ojos y sonriéndome, se limpió los mocos del estornudo, bueno, se los extendió a hacia un lado.

—Tenéis que iros, que vuestras familias ya os están buscando—. Dijo Ramiro

No me quería ir, pero acepté que debía hacerlo. Carmelo dejó que sus hijas nos acompañaran hasta casa de Ramiro. Fuimos volando cogidos los cinco de la mano. Surcamos la noche suavemente. Casi podíamos tocar las copas de los árboles. Desde arriba vimos como convivían ambos mundos sin conocerse y como los faroles de verano iluminaban los jardines y los caminos y la preciosa cara de Diana y empezamos a mirarnos y a sonreírnos y me daba igual estar volando que caminando, sólo quería mirarla a ella.
Llegamos a la entrada del chalet de Ramiro y nos explicó:

—Chicos, tenéis que entrar por la puerta y salir saltando la valla. Será mejor que os despidáis ahora.

Nos abrazamos Diana y yo como si nunca más fuéramos a vernos y lloramos mucho, como niños de diez años que éramos. Checho me estiró con cuidado del brazo y me llevó hacia la puerta. Caminé de espaldas para no dejar de mirarla ni un segundo. Entramos al jardín y todavía la veía a través de los barrotes. Trepé la valla sin dejar de mirarla. Estaba ahí y no desaparecía. Salté, vi como se despedía de mí con la mano y cuando mis pies tocaron el suelo desapareció. Se me partió el corazón.

Nuestras bicis estaban en el mismo lugar que las habíamos dejado antes de entrar por primera vez. Cuando Checho tocó el suelo se olvidó de todo. Supongo que el beso que me dio Diana hizo que yo no olvidara, que una parte de mí se quedara atrapada en esa dimensión de la vida. Intenté varias veces saltar la valla y salir por la puerta pero no pasaba nada y la casa de Ramiro se veía vieja y abandonada. Los periódicos locales dieron la noticia de que un gran socavón había aparecido en los campos de avellanos y que se sospechaba que alguien había caído dentro (Podéis buscar en la hemeroteca de 1990). Por supuesto, nunca lo encontraron. Yo volví a la vida que no me gustaba. Poco a poco aprendí a encontrar las cosas que son dulces por dentro y a ver lo que no me gustaba desde otra perspectiva. El tiempo pasó y el moscardón desapareció de mi vida. Y el tiempo pasará y sé que algún día volveré, porque está escrito que les diré lo que significa “estulticia”.

“Porque me gusta la forma en que me recordarás”: no había entendido lo que me dijo hasta hoy, día seis de febrero de 2016

Juanjo Ferrer.

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