Tenía seis años y medio. Estaba con Rosita, la chica que me cuidaba, cuando llegaron mis padres. Por la forma como entraron en casa, noté que no venían muy contentos. Fueron directamente a su habitación y cerraron la puerta sin darme un beso ni decirme nada. Pensé que mi profe les habría contado que me habían castigado. Los oía hablar un poco fuerte, sin llegar a discutir como otras veces. Rosita entornó la puerta de mi cuarto para que no se les oyera tanto y propuso jugar con los He-Man y el castillo de Grayskull. Le hice caso pero no jugué a gusto porque pensaba que tarde o temprano vendrían a reñirme. Apareció mi madre con cara de haber llorado y le dijo a Rosita que podía irse. Le pagó y, cuando nos quedamos solos, se agachó, me dio un beso y me abrazó muy fuerte.

—Perdóname, mamá, no volveré a hacerlo —le supliqué apretando mi cabeza en su pecho.

—¿Qué tengo que perdonarte, cariño mío?
—Lo de que me han castigado en el cole —respondí llorando.
—No estamos enfadados, hijo mío —me besó la cabeza. —¡Si eres unangelito!
En ese momento llegó mi padre, se puso de rodillas y nos abrazó a los dos. Aunque me hacía un poco de daño y no sabía qué pensar, me sentí bien.

Pasaron los días. Mi madre cuidaba mucho de mi padre y no le reñía tanto por dejar la ropa sucia por el suelo o no ayudar a poner la mesa. Papá, a veces estaba contento, a veces triste y a veces muy enfurruñado, pero mamá nunca se enfadaba con él.

Normalmente me acostaba mi madre, pero una noche se empeñó en hacerlo mi padre:

—¿Quieres que te lea un cuento? —preguntó ilusionado.

—Vale —dije extrañado —, como quieras.
—¿Te apetece alguno en concreto?
—Sí —señalé uno. —Este que me regalaron por mi cumple. Leyó la portada sorprendido:

—¿El galáctico, pirático y alienígena viaje de mi Padre, de Neil Gai- man? Tiene buena pinta.

Recuerdo cuándo empezó a leer, pero luego me dormí.

La noche siguiente continuó donde lo había dejado, pero la tercera cerró el libro, tras leerme un par de líneas, y me dijo:

—Hijo, tengo que contarte una cosa —tomó aire, me arropó y me acarició el pelo. —Lo más seguro es que me vaya dentro de poco.

—¿A dónde?
—Muy lejos.
—Pero volverás.
Esta vez me acarició, tenía los ojos brillantes. —Me necesitan en un sitio.

—¡Pues que se busquen a otro! —grité incorporándome.

—Baja la voz, hijo, lo que te voy a contar es secreto —me acompañó con la mano para que me tumbara y tomó aire, de nuevo. —Tú sabes que papá es muy fuerte, ¿verdad?

—El más fuerte del mundo, claro —respondí convencido.
—He recibido una carta diciendo que me necesitan en el cielo y… —¿Vas a morirte? —grité.

—Espera, déjame acabar —hizo que me recostara otra vez—: la carta decía que los malos atacarán la Tierra y que por eso se necesita a los guerreros más fuertes del mundo.

—Por eso te llaman a ti, ¿no? —aventuré. —Claro.
—¿Y quién te llama?
—Pues Dios y los ángeles.

—¿Y quiénes son los malos?
—Pues el demonio y su ejército.
—¿Seguro que no me estás mintiendo, papi?
—Claro que no, hijo. ¿No te sientes orgulloso de que llamen a tu padre para salvar el mundo?
—Sí —me crucé de brazos bruscamente. —¡Pero no quiero que te vayas!
—Pero hijo, si no salvamos el planeta no quedará nada. Los malos lo destruirán todo, no habrá comida, no habrá sol y la gente morirá de hambre.

—Vale, pues vas y cuando hayas ganado, vuelves.
—No podré volver, hijo.
—¡Sí que volverás!
—No, porque al cielo no se puede subir con el cuerpo, hay que dejarlo en la tierra.
Lo abracé con todas mis fuerzas.
—No papi, ¡eso es morirse! ¡No quiero que te mueras!
—De verdad que no moriré. Tu papá va a defender a todos los habitantes del mundo y, sobre todo os defenderé a ti y a mamá. Y me darán una medalla que pondrá “El papá que salvó al planeta”.

—Pero no dejes tu cuerpo y así podrás volver.

—No puedo. Además, el cuerpo es lo de menos, lo importante —señaló su corazón— es el alma.

—¡Yo también quiero a tu cuerpo! —grité abrazándolo.

—Hijo, si no les ayudo, moriremos todos igualmente. Créeme. Mamá, tú, yo, los yayos, todas las personas y todos los animales; los gatitos, los perritos…

Sequé las lágrimas de mis mejillas.
—No es justo.
—¿Sabes qué haremos?
Negué sorbiéndome los mocos.
—Como aún falta un poco para que vaya, puedes ayudarme a entrenar y así, el mundo se habrá salvado gracias a ti también.
—Vale —me tumbé y dejé que mi padre me arropara. —¿Y cuándo te irás?
—Bueno, estas cosas nunca se saben. No me iré de golpe, será poco a poco. Verás que estaré cada vez más cansado y me dolerá un poco la espalda. Los médicos me mirarán para ver si estoy preparado y me inyectarán vitaminas para el alma cada semana.

—¿Podré acompañarte?
—¿A dónde?
—Al hospital, para ver cómo te ponen las vitaminas. —Claro, así podrás conocer a otros guerreros.

Pasaron los meses y mi padre no faltó a un solo entrenamiento. Cada día salíamos a correr al parque de los columpios, menos los días que le ponían las vitaminas pues él tenía que descansar para que no se le fueran por el sudor. Saltábamos moviendo los brazos arriba y abajo para que cuando le pusieran las alas supiera manejarlas. Los otros niños nos miraban y se reían, pero me daba igual porque mi padre iba a salvar el mundo y yo lo ayudaba. Practicábamos con mis espadas de plástico una hora al día.

Su pelo se volvió blanco y dejó de afeitarse porque las vitaminas podrían írsele si se cortaba con la maquinilla.

Un día lo acompañé a que se las pusieran y conocí a los otros guerreros que irían con él. No parecían muy fuertes, pero lo importante era el alma. Me dijeron que tenían muchas ganas de subir al cielo para que los malos no ganaran y que estaban muy contentos de que mi padre fuera su capitán, que era el mejor capitán posible y que con él ganarían la guerra seguro. Me sentía tan orgulloso que el corazón me latía a tope. Mi papá les respondía que con ellos no tenía miedo a nada porque eran los más fuertes del mundo, después de él, claro.

Un día volvíamos de entrenar y no fue capaz de meter la llave en la cerradura del portal. Supe que la hora estaba cerca. Pronto, mi padre salvaría al mundo.

—Papi, ¿practicamos un poco con las espadas?
Desde el sofá extendió la mano para que me acercara a él.
—¿Qué te parece si yo entreno sentado?
—No me convence, en el cielo no vas a luchar sentado.
—Es verdad, hijo.
Se levantó con gran esfuerzo y dolor y luchó conmigo un buen rato.

Entre estocadas le pregunté:
—Papi, ¿cómo sabré si habéis ganado los buenos?
Aprovechó para sentarse. Tardó un poco en recuperar el aliento y, encorvado, me respondió:

—Si al tercer día de haberme ido sale el sol, es que hemos ganado. —Vale papi. Creo que ya puedes descansar por hoy.
Puso los pies sobre la mesa, se acurrucó en el sofá y se durmió.
Los días que vinieron no fueron agradables y prefiero no contarlos, pues cuando el alma se va al cielo, el cuerpo hace y dice las cosas sin pensar.

Aunque sabía que mi padre era un héroe, lloré mucho cuando se fue definitivamente porque estaría mucho tiempo sin verle. Me hubiera gustado decir a todos que no lloraran porque en realidad no estaba muerto, pero papá me había dicho que no se lo dijera a nadie, no fuera a ser que los malos se enteraran. El cielo se nubló y llovió y tronó durante dos días. La batalla debió de ser increíble. La noche del segundo día no pude dormir. Me pasó por la cabeza que hubiera perdido la guerra si no salía el sol nunca más. Tardaba mucho en amanecer y no paraba de llover y de caer rayos por todo el cielo. ¿Y si las nubes no dejan salir el sol, será que hemos perdido? Tuve la sensación de que pasaban siglos y siglos sin que saliera el sol. Mirando por la ventana me dieron las dos, las tres, las cuatro, ¿por qué no sale el sol? pensé; las cinco ¿habremos perdido? Las seis, mi papá no puede perder pues hemos entrenado duro, y entonces apareció un rayito de sol entre los edificios que me calentó la cara. Los truenos cesaron y las nubes se fueron. Mi papá había ganado. Qué guay estará con la medalla.

Juanjo Ferrer