Todos los días la misma rutina. Suena el despertador, me pongo un chándal, los auriculares en los oídos y me echo a correr. Durante el trayecto, escucho música trance a más volumen del aconsejado porque su ritmo me aporta mucha energía. Son veinte minutos, a veces, media hora. Suelo levantarme muy temprano, apenas se ven luces encendidas en las casas. Normalmente no me cruzo con nadie en todo el camino, pero hoy ha sido la excepción. Una melena castaña sujeta en un coletero me ha salido al paso al doblar una esquina sin visibilidad. El impulso que llevábamos los dos ha sido el causante de que el choque fuera inevitable, incluso nos ha ido de un tris para caernos al suelo. Sus brazos me han rodeado el torso, los míos han pasado por encima de sus hombros y nos hemos fundido en un abrazo. Nuestros corazones se han tocado, estoy seguro, los he oído latir en estéreo: ¡bom-bom! Después, silencio. Un segundo, no más, al retirarse hacia atrás aturdida por el topetazo, sus ojos castaños se han cruzado con los míos. Me he ido a interesar por su estado de salud y me he trabado, no he articulado palabra con sentido. Ella ha sonreído y ha continuado su ruta, qué tonto le he debido parecer. No he reparado que había dejado de escuchar música hasta que he llegado de nuevo a mi portal. He visto en el espejo del ascensor cómo los auriculares se balanceaban sueltos por encima del cuello del cortavientos . Una ducha, un café y unas tostadas me han hecho olvidar la anécdota.
Quedo con mi compañero en el bar de la esquina para tomar un segundo café antes de reunirnos con el jefe. Llevamos unas semanas tranquilas, demasiado tranquilas, diría yo. Se hace aburrido estar siempre en la oficina repasando informes. Mi compañero recibe una llamada y se aleja del follón de la barra del bar para escuchar mejor. Así se comporta solo cuando el jefe está al otro lado del auricular. Sonrío para mí, por fin algo de acción, me digo. Si el jefe no puede esperar a vernos es porque algo grave ha ocurrido. Repaso mentalmente el último caso “grave” que hemos tratado durante el último año y me desanimo al recordarlo; un exhibicionista en la puerta del ayuntamiento. Espero que sea algo con más..
Mi compi me hace señas con los dedos indicando que nos tenemos que ir de aquí volando. Bebo el último sorbo de café mientras me levanto y me dirijo a la salida sin pasar por caja. El camarero me mira y consiente, nos conoce, sabe que volveremos al día siguiente. Me acerco al coche y en acto reflejo cojo al vuelo el móvil de mi compañero que le caía de la camisa. Inclinado hacia delante, recogiendo las llaves que se le habían resbalado de las manos, no se estaba dando cuenta de que lo perdía. Si aprecias el aparato, te recomiendo que utilices el bolsillo izquierdo cuyo botón sigue todavía cosido, le digo.
Llegamos a la dirección donde estábamos citados con el jefe, en el lado septentrional del parque central, donde es más frondoso y menos transitado. En el trayecto me había interesado por la conversación telefónica que había mantenido con nuestro superior, pero mi compañero, de forma esquiva, me había contestado que no tenía detalles, que solo le había dado las señas y la instrucción de que fuéramos rápidamente.
Nos adentramos y encontramos una zona acordonada que impide el paso al personal ajeno a la investigación. Los policías de uniforme que vigilan el perímetro ven como el jefe indica que nos acerquemos y nos dejan pasar. Todavía no sé qué es lo que ha pasado, pero a juzgar por el dispositivo que se está desplegando, algo gordo tiene que ser. Camino y rastreo con la mirada la zona, al principio no lo veo, los arbustos lo tapan, pero el brillo de un destello provocado por un rayo de sol en contacto con la manta térmica, me da la respuesta a la urgencia de la llamada, al acordonamiento de la zona y al semblante abatido que muestra el capitán. Tenemos un código 10-0, le digo a mi compañero.
Me acerco sin contaminar las pruebas, pisadas en el barro principalmente y, al levantar el plástico dorado que cubre el cadáver, el corazón, como si de una premonición se tratase, me bate con intensidad. Sin verle la cara sé que la joven de melena castaña yace inerte a mis pies. Empalidezco, tiemblo y a la pregunta de mi compañero sobre si la conozco, contesto que nuestros corazones se habían saludado esa misma mañana.