—¡No toques el sobre! —me dijo Laura, con voz asustada, cuando abrimos el buzón de nuestra casa y lo encontramos allí.
Llevábamos años sin recibir ningún tipo de correspondencia, ahora que las nuevas tecnologías se habían impuesto sobre las tradicionales formas de comunicación. A la mayor aspiración a la que podíamos llegar al abrir el buzón era a recibir el grueso catálogo que Ikea nos enviaba puntualmente cada nueva temporada. Lo demás eran panfletos de supermercados, pizzerías y demás octavillas publicitarias.
La verdad es que cuando vi aquel sobre, grande, blanco, dentro de nuestro buzón, la primera emoción que pasó por mí fue el miedo. En él solo se podía leer, con una caligrafía firme, bonita, casi artística, mi nombre en mayúsculas: ROCÍO. Pero el miedo dio paso de una manera espectacularmente rápida a otra emoción más intensa aún, la curiosidad. Por eso alargué mi mano sin apenas pensarlo hacia él y la retiré de inmediato, como si me hubiese producido un calambre, con el grito de Laura.
—¡Es una trampa! ¡Seguro que es una trampa! —Laura seguía con su infatigable lista de malas excusas para que no abriese el sobre que tan delicadamente iba dirigido a mí—. Ya nadie envía cartas y, además, no tiene sello, está claro que lo han introducido directamente en nuestro buzón. ¡Puede ser de cualquier psicópata!
«Los psicópatas no tienen una letra tan bonita, seguro», pensé para mis adentros, mientras me la quedaba mirando con cara de incredulidad. Hay ocasiones en las que peco de ser demasiado ingenua, lo reconozco, pero la intuición me decía que en su interior no iba a encontrar nada peligroso, ni mucho menos intimidatorio. Además, para una vez que una recibe una carta… tendrá que abrirla, ¿no?
Hice caso omiso de las advertencias paranoicas de Laura y tomé entre mis manos aquel extraño sobre. Pasé mi dedo sobre las letras que componían mi nombre, sin hallar ningún tipo de relieve. Estaba claro que había sido escrito con suavidad, sin aplicar apenas presión. Demasiada delicadeza para ser algo malo. Lo abracé contra mí y pulsé el botón del ascensor.
—¡Pero estás loca! ¿No pretenderás abrirlo en casa? Mira que yo me voy…
Laura seguía con su estresante monólogo. Solo llevábamos unos minutos en el portal, frente al buzón, debatiéndonos entre si debíamos coger o no el sobre, pero la verdad es que yo aún no había pronunciado palabra. Y seguí sin hacerlo mientras el ascensor nos elevaba hasta el séptimo piso. «El séptimo cielo», como nos gustaba llamarle.
Entramos en casa y fui directa a mi habitación, ignorando definitivamente las palabras de Laura y su exagerada reacción. Rasgué el sobre con mi abrecartas, ahora una reliquia que en su día había tenido mucho uso, y extraje de él la única hoja de papel que había en su interior. Con la misma cuidada caligrafía que había podido apreciar en el exterior del sobre, aquel humilde folio de papel blanco estaba cubierto de los versos más hermosos que había leído jamás. E iban dedicados a mí. Tenía entre mis manos la carta de un poeta.
En tan solo cinco minutos que estuve encerrada en mi habitación ya me había enamorado, no solo de las letras, sino también de la persona que había detrás. Alguien que pudiese expresar con versos tan bonitos sus sentimientos, debía ser una persona increíble. Porque aquellos versos eran una auténtica declaración de amor, de las de antaño, de las que te encogen el corazón y apenas puedes respirar. Llegué a pensar que habíamos retrocedido en el tiempo. Una única firma, al final de los versos, podía darme una idea de quién los había escrito, Sergio.
El único Sergio que conocía era un hombre extraño que vivía en el noveno piso de nuestro mismo bloque. Vivía solo y siempre se le veía abatido, como condenado a una soledad no deseada. Debía de ser unos diez años mayor que yo, pero aquello a mí no me importaba. Salí de mi habitación en busca de la ayuda de Laura.
—¡Laura! ¡Laura! —la llamé, al tiempo que salía de mi habitación—. ¿Cuántos hombres que se llamen Sergio conoces?
—Que yo sepa, solo el vecino del noveno. ¿Por qué?
Su pregunta quedó en el aire. Yo ya estaba saliendo por la puerta. Podía ser que estuviese equivocada, pero necesitaba salir de dudas cuanto antes. Subí de dos en dos las escaleras de los dos pisos que nos separaban y, cuando llegué a su puerta, me detuve unos instantes para tomar aire y recuperar la compostura.
Toqué al timbre pero no hubo respuesta. Decidí intentarlo una vez más. Ahora sí, aquel hombre solitario se hallaba frente a mí. Desde donde yo estaba podía sentir su lucha interior por no mostrar la timidez que le producía aquel encuentro. Estaba claro que sabía qué hacía yo llamando a su puerta, y no era para pedir sal precisamente.
El cruce de miradas se me hizo interminable. Ninguno de los dos hablaba, solo manteníamos un pulso visual, como si tratásemos de averiguar cuál sería el próximo movimiento del contrincante. Al fin, levanté mi mano con sus versos y le sonreí. Sonrió también levemente mientras me invitaba a entrar en su casa.
No volví a salir de allí. Ni aquella noche ni las siguientes. Ahora, siempre que me preguntan si creo que existe el amor a primera vista, respondo con un rotundo sí. Existe el amor a primera vista, así como también existe el amor a primera lectura.