La calle en la que vivía Lola era como un pequeño vergel en una de las zonas más antiguas de la ciudad. Varias decenas de naranjos recorrían la acera, lo que conseguía que, cercana ya la primavera, cuando se cuajaban de bellas naranjas, fuera todo un espectáculo de color para la vista. Las fachadas de los antiguos edificios habían sido rehabilitadas hacía ya algunos años, pero seguían manteniendo el encanto natural de antaño, con una cara mucho más fresca. Al final de la calle, después del recodo que formaba su trazado, el océano Atlántico se divisaba a pocos metros, orgulloso e imponente.

Lola, joven estudiante de medicina ya en aquella época, llevaba viviendo en aquella hermosa calle desde que nació, en el domicilio familiar. Su infancia está llena de recuerdos en la calle, entre el aroma de los naranjos. Cuando aquellas amargas frutas caían al suelo, maduras después de semanas sin que nadie las recogiese, los chiquillos solían utilizarlas como improvisadas pelotas, jugaban con ellas a los bolos con pequeñas botellas de plástico que iban guardando para tal menester o improvisaban partidas de petanca, como veían hacer a los mayores.

A Nacho, joven estudiante del norte de España, el destino lo llevó a desembarcar en aquella misma calle, un lugar elegido al azar con el único propósito de poner la máxima distancia de por medio entre él y sus controladores padres. Iniciaba aquel año sus estudios de medicina y, ante la presión de sus progenitores para que estudiase una ingeniería, tomó sus escasos ahorros y se distanció de ellos. El pequeño piso que encontró en aquella calle repleta de naranjos era bastante asequible, lo que le permitiría costearse hasta tres mensualidades de alquiler sin problemas. Tenía tiempo suficiente para encontrar un trabajo que le permitiese compaginar sus estudios por vocación con el sustento diario.

Lo que más le gustó a Nacho de aquella callejuela fue su proximidad al mar. Proveniente de un pueblecito costero, necesitaba el mar casi más que el oxígeno para poder respirar. Si hubiese elegido un destino en el interior de la Península, casi con total probabilidad no hubiese soportado ni un mes allí. Por eso, aquella ciudad le había parecido idónea, bonita, tranquila, con mar y con bastante más de mil kilómetros de distancia con el hogar familiar, lo que le garantizaba las menos visitas posibles y una excusa perfecta: la distancia, el trabajo y los estudios.

Cada mañana, Nacho tomaba el camino hacia la Facultad a la par que Lola. Ella, tres cursos por encima de él, le enamoró casi desde el primer día que la vio. A las pocas semanas, ya caminaban juntos todas las mañanas y recorrían las escasas cuatro manzanas que les separaban de la Facultad entre conversaciones y risas. Los primeros abrazos y besos sobre la arena llegaron antes de las Navidades. Para cuando quiso terminar el año, Nacho y Lola formaban una pareja perfecta. Bajo la sombra de los naranjos se ocultaba la atmósfera perfecta para las demostraciones de amor en las noches de primavera.

Vivieron un sueño durante dos años. Nacho fue acogido por la familia de Lola como si fuese uno más de la familia. Incluso la muchacha se trasladó al pequeño piso de Nacho, dos portales más atrás que el suyo, e iniciaron una vida en común cargada de proyectos. En todo este tiempo, el chico fue capaz de evadir las visitas a sus padres, hasta que llegó un momento en que no pudo postergarlas más. Dos años de ausencia del hogar, con una relación estable y con la carrera de medicina en buena marcha, le parecieron razones más que suficientes para poder visitar a su familia sin ningún tipo de presión de su parte. Lola estuvo encantada de acompañarle a pasar las vacaciones de Navidad en el norte.

Con lo que no contaba Nacho era con un factor que jamás se hubiese llegado a imaginar. Tras aquellas dos semanas en su pueblo natal, acogidos de maravilla por su familia, que aún albergaba esperanzas de que el joven regresase a casa, Lola quedó prendada de aquel lugar.

Para cuando regresaron al sur, Lola estaba más que convencida de cursar el próximo año, que sería el último, en una universidad del norte. Por su parte, a Nacho le había enamorado aquel estilo de vida mucho más desenfadado y natural del sur. La idea de tener que regresar al norte, con sus lluvias, sus nieblas y sus cielos prácticamente siempre encapotados, se le antojaba angustiosa. Adoraba el sol del sur, su trabajo allí, sus fiestas con los amigos que ya había forjado, aquellos preciosos atardeceres que jamás antes había tenido la oportunidad de contemplar.

No hubo forma de convencer a Lola para que desistiese de su empeño. A ella le encantó el verdor tan majestuoso de la abundante vegetación de aquella zona, aquel mar de oleaje furioso, sentía placer al tener que abrigarse ante un frío que nunca antes había sentido y que encontró revitalizador.

Así, con lágrimas en los ojos, Lola y Nacho, muy a su pesar, pusieron un punto y final a aquella maravillosa relación que habían ido forjando. Ambos sentían que habían nacido en el lugar equivocado. Norte y sur, sur y norte, como polos opuestos que se atraían pero que eran imposibles de unir.