El insecto caminaba por la tela metálica de la mosquitera. El calor acuciaba y el único sonido que se podía escuchar era el de las chicharras, alegres en los árboles bajo un sol justiciero.

La casa estaba fresca y el anciano permanecía en su interior, resguardado, con un viejo botijo de agua fresca a su lado. De vez en cuando echaba un largo trago, que desde las alturas caía en su desdentada boca como una cascada, mitigando la sed provocada por el calor de aquel angustioso verano.

Pasaba todo el día encerrado entre aquellas cuatro paredes, las más frescas de la casa, mientras rumiaba en silencio tiempos pasados que hace tiempo que se fueron. Ni siquiera podía salir al patio, a la sombra de la gran parra que lo recubría, pues el calor seguía siendo igual de implacable bajo la misma.

El anciano miraba cómo el insecto seguía caminando por la rejilla metálica, ajeno por completo a sus cavilaciones. Sentado sobre su mecedora, lo veía subir, bajar, dar vueltas sin sentido, sin encontrar una salida en aquel simulacro de laberinto en el que se había convertido una simple mosquitera. Se preguntó cómo habría logrado entrar, pero allí estaba. Y se trataba de un insecto que no sabía determinar a qué clase pertenecía.

Él, que siempre había vivido en y para el campo. Que había conocido todo tipo de plantas y animales. Que había recorrido en infinidad de ocasiones las tierras que le rodeaban, áridas en verano, pero plenas en las restantes épocas del año. Él, no era capaz de reconocer ni a un simple insecto que se había colado sin permiso en su humilde morada.

Pero su mente ajada recuerda, y las lágrimas le resbalan por las mejillas surcadas por el paso de los años. Recuerda cuando era joven, vigoroso, cuando era feliz en el campo, aunque trabajase de sol a sol. Recuerda cuando su amada esposa, dulce y afable como la que más, estaba a su lado, compartiendo su vida. Y piensa que debería seguir aquí con él. Recuerda cuando los pequeños llenaban la casa. Siete maravillosos hijos que su esposa le había regalado, siete regalos como siete soles. A alguno ya no podrá verle más. Los otros apenas se molestan en viajar para visitar a su anciano y decrépito padre. Y duele.

Recuerda cuando se sentía tan feliz, cuando los veranos no eran infiernos calurosos encerrado en su casa, mientras espera que llegue esa señora tan amable que le asea y le prepara la comida. Cuando pasaba el día en el río con su familia, porque él tenía una familia. Y era feliz así.

Las pesadas lágrimas siguen rodando por sus mejillas, en su día lozanas y, ahora, cubiertas por una rebelde barba blanca mal cortada. Él las bebe, como si fueran el elixir de la vida, más frescas aún que el agua del botijo, sin importarle la sal que las envuelve.

Su atención se vuelve a fijar en el insecto de la ventana. No consigue saber qué clase de insecto es. Lo observa con atención, mientras comprueba cómo no es capaz de encontrar la salida. Al igual que él.

Escucha unos tenues golpes en la puerta. Se levanta con pesadez, con esfuerzo para sus débiles huesos que parecen no soportar más el duro peso de toda una vida de labor. Abre con cuidado, se asoma con cautela. Una mujer de rostro afable le saluda con una sonrisa. Solo sabe que debe dejarla pasar, pero no por qué.

—¡Buenos días, Antonio! —La mujer de dorados cabellos flanqueados con mortecinas canas entra en su santuario como un remolino, sacándole de su ensimismamiento—. Pero bueno, ¿ha estado usted llorando? ¿Por qué?

El insecto ya no está. Lo vio volar libre por la rendija entreabierta de la puerta cuando dejó entrar a aquella mujer. ¿De qué clase sería?

—No lo recuerdo —contesta el anciano, mientras vuelve a su rincón junto al botijo.

No, no lo recuerda. Como tampoco recuerda quién es la mujer que acaba de irrumpir en su silencio.