Aquel día de abril Juan estaba rabioso. Se había propuesto cambiar su vida de una vez por todas, pero no tenía la sensación de que su camino se estuviera aclarando lo suficiente. Tenía todos los frentes abiertos. Su mujer le amargaba la vida continuamente. Se sentía abocado al divorcio a corto plazo. Las amistades ya no le interesaban, o quizás no le habían interesado nunca. No soportaba relacionarse en la vida entre matrimonios, porque eso le parecía más un paripé que verdadera amistad. Sin embargo, tras años y años de indecisión entre hacer las cosas por el medio más convencional o por el propio, tenía que admitir que había sido incapaz de crearse un mundo, un estilo de vida que le abrigase.

(…)

Agobiado por aquellos pensamientos, decidió ponerse un chándal y salir a correr por el parque cercano al barrio. Salió de modo casi furtivo, porque le pareció preferible que su familia no le viera realizar ese pequeño acto de independencia o de confusión. De independencia, porque no solía hacer nada que no estuviera en función de lo que mejor fuera para todos los suyos. Si alguien le pedía que le ayudase, les ayudaba. Si necesitaban que papá les llevase en coche, les llevaba de inmediato. Si su mujer le pedía que la acompañase a una tediosa revisión de tiendas de ropa de mujer, él lo hacía. Había entendido durante un tiempo que aquello era parte del papel reservado a cualquier marido. Y esa iniciativa personal e independiente de salir a correr, denotaba también cierta confusión, puesto que cuidar su forma física no era lo que más necesitaba en aquella fase de su vida. Sentía que postergaba otras acciones más importantes. Y al sentirse culpable, creía que todos podían advertirlo, tanto su esposa como los niños y hasta el perro podían percibir que estaba confuso y perdido. Es más, se sintió radiografiado por el conserje al atravesar la puerta y por los vecinos con los que se cruzó intercambiando una sonrisa de forzada cortesía.

Comenzó a trotar pero a los diez o doce pasos dejó de hacerlo y siguió caminando. ¿A quién pretendía engañar? A él mismo, claro, pero le resultaba imposible. Estaba deprimido y su fuerza de voluntad no aportaba el suficiente impulso como para comenzar en serio con ese plan deportivo. Se limitó a caminar. Y se sintió ridículo. ¡Ponerse el chándal para caminar un rato!

Cuando él veía a otro señor paseando solo por el parque, le parecía raro. Hacía falta algo, una excusa, para hacer lo mejor que se podía hacer en la vida, que muchas veces no era otra cosa que pasear y disfrutar del día. ¿No era eso absurdo? Llegó a la conclusión de que algunos compraban perros a sus hijos por tener una excusa para salir a pasear a solas, llevando al animal. Juan tenía perro también, pero le molestaba el empeño con el que se ponía a olfatear los rincones más sucios de la calle. Lo que le faltaba para animarse, era salir y quedarse con las imágenes de todas las inmundicias que tanto interés provocaban a la mascota loca de sus hijos. No se llevaba bien con aquel animal desobediente y tenía importantes motivos. El primero es que era un perro pequeñajo y ridículo. Era un perrillo para viejas, de esos que caben en el bolso. En segundo lugar, parecía no estar en sus cabales. De pronto se frenaba y había que tirar de él. Aunque pesaba poco, el perro enano aplastaba la tripa contra la acera y parecía quedarse pegado. La gente le miraba como si fuera un criminal cuando lo llevaba a rastras de la correa. Una señora mayor le recriminó en cierta ocasión y le dijo: “hay gente que no debería tener animales”.  Y otra le hizo una oferta por el animalejo, como quien trata de salvar a la perrita desesperadamente de su amo maltratador. Al final no le quedaba más remedio que cogerlo con sus manos y atenerse a las alérgicas consecuencias de tocarle. Picores y estornudos. Ese era el tercer problema. ¿Qué importaba eso? Como decía su mujer: ¿acaso les quitaría a los niños aquel animalito tan inocente y mono, al que realmente sus hijos jamás hacían algún caso? Solo de pensarlo ya le estaban entrando ganas de estornudar. Pero había un cuarto inconveniente en el bicho. Era el nombre. ¡El nombrecito! Dios, él no podía salir a la calle a pensar en los problemas de su vida con una perrita que se llamaba Jasmín.

Entonces vio a dos de sus vecinos en el parque con sus respectivos perros. Vaya lata. Se sintió obligado a acercarse un momento.

-Hola, Juan. Aquí paseando a los animales. ¿No has traído a tu micro perro? -le preguntó uno de ellos.

-No, no me gusta mucho, la verdad. Es de las niñas… Pero me gustan los vuestros…

Uno de ellos era un caniche y el otro un gran danés.

-¿Cómo se llama el perro de tus niñas? -le preguntaron.

-Pienso.

-No entiendo. ¿Dices que se llama así o que estás tratando de recordarlo?

-Se llama Pienso.

-Pienso… ¡Qué nombre tan raro!

-Inspirado en Descartes. ¿Verdad? Cogito ergo sum. Pienso luego existo. Realmente esa frase procede de españoles como Gómez Pereira y  Agustín de Hipona -dijo el vecino catedrático.

-Puede ser, puede ser… Pero mi perro se llama así porque cuando le hecho de comer me niego a nombrarlo con el nombre que le puso mi mujer. Así que solo sacudo el saco de comida para perros como si fueran maracas y digo: ¡Pienso! ¡Pienso! Y entonces el bichillo viene a comerse su pienso, corriendo con sus lacitos, sus cascabeles y con su corte de pelo, mucho más caro que el de nosotros tres juntos.

Los vecinos rieron y en ese sentido todo iba bien hasta que uno de ellos, que era padre de un niño amigo de sus hijos le dijo:

-Tu hija estuvo el otro día en nuestra casa y estuvimos hablando… Y sé cómo se llama tu micro perro. Se llama Jasmina.

El dueño del gran danés estalló en una gran carcajada y Juan hizo un gesto como reconociendo cómicamente su frustración, pero cuando vio que el dueño del caniche, el que le había delatado, también se burlaba, le miró con mala cara. Éste le dijo:

-No te ofendas, Juan. Te comprendemos. La verdad es que es una “chochez” de nombre.

-Sí que lo es. Lo sé y lo reconozco. No debí consentirlo. ¿Y el tuyo cómo se llama?

-Es una perrita. Se llama Melody.

-¡Melody! ¿Melody? ¡Vaya mariconada también!

Y los tres vecinos se doblaron de risa a la vez y se sintieron por un instante amigos, hasta que el gran danés empezó a ladrar con una voz más propia de un león que de un perro. ¡Aquello sí que imponía respeto!

-¿Cómo se llama este monstruo tuyo?

-¡Déjanos adivinarlo! -dijo Juan- ¿Scooby Doo?

-No.

-¿No?

-No, no, de verdad. No se llama Scooby.

-¡Qué raro! ¿Y cómo se llama entonces?

-Se llama “Sobras”

Juan y el propietario del caniche se miraron afirmando con la cabeza, como diciendo, ese sí que tiene suerte… y lo que hay que tener: un gran danés, ahí está,  y se llama Sobras.

-De mayor quiero ser cómo tú. Tienes un perrazo de verdad, y su nombre… nada que ver con películas de Walt Disney u otros dibujos para niñas. ¡Tú sí que llevas los pantalones en tu casa!

-En el fondo es como el falso nombre de tu perrita Jasmín. Tú le das pienso y yo le doy sobras,

-Ah, Sobras… ¡De las sobras! -dijo Juan sorprendido.

-Sí, claro, Sobras, por las sobras. ¿Por qué iba a ser si no?

-Creía que era un nombre griego.

De nuevo empezaron a reírse de la tontería…

-Pues no. Más bien se refiere a restos de pollo y ensalada, mezclados con pan duro -explicaba el otro como revolviendo la mezcla con la mano.

Cuando los tres convecinos terminaron de reírse, Juan se despidió diciendo que debía seguir corriendo.

-¡Pero si no estabas corriendo! -y volvieron a carcajearse los tres.

Juan se despidió riendo y se alejó haciendo como si fuera un veterano del running mientras los otros le decían.

-¡Juan, estás disimulando! ¡Se nota que no quieres correr! Que te vas a asfixiar.

Y era verdad. Pero siguió sin parar hasta que creyó que los troncos de los árboles y el atardecer ya ocultaban su chándal.