CAPÍTULO III

Tengo que pensar bien con qué tipo de excusa me colaré en su casa. Quizás podría decirle que he visto a mi gato en su balcón. Sí, eso es. Le soltaré la milonga de mi preocupación: que lleva varios días desaparecido, y ¡zass! Con el rollete misifú me acabaré colando en su casa. Luego ella me ofrecerá un café mientras aparece Félix, el parrandero. Y yo le diré que no he desayunado y que con gusto, me comería unas buenas… tostadas. Entonces a ella le dará la risa floja y… Sí, eso haré.

Con un poco de suerte, me la habré merendado antes del almuerzo. Y se acabó, a otra cosa. Dejaré zanjado el tema vecinal. Estos delicados asuntos de vecindario, mejor terminarlos pronto, que luego se vuelven cargantes. Recuerdo la última vez que me enrollé con una vecina:

Era Carmencita, la sobrina de Pérez, el del séptimo izquierda. Una chica muy mona, muy decente y con unos protuberantes argumentos. Al parecer, la joven se había llevado un desengaño amoroso en el pueblo con uno de esos novietes labriegos. Y en un desaire, tras un enfado por tema de celos, la muchacha buscó refugio en casa de su tío viudo, en la ciudad.

No hay nada que una gran ciudad no pueda curar. Pasaron los días desde su llegada a la comunidad y ya parecía que se hubiera criado allí. Canturreaba en el patio mientras tendía su blanca ropa de algodón, tan pulcra y celestial… Tan libre de pecado, que me incitaba en sueños a profanar todo signo de pureza. A soñar con manchar sus prendas intimas con mis lujuriosas manos. La chica se convirtió en una obsesión. Un tema recurrente donde refugiarme de los problemas.

Ahí me empecé a fijar. Imposible no hacerlo. Cuando tendía, el tamaño de sus sostenes tapaba los ventanales de mi despacho. Dos grandes lunas de nácar que se colaban sin permiso por mi ventana y mis pensamientos. Cada mañana, me tomaba el café observando e imaginando como serían aquellos pechotes que ceñían semejantes embalajes…

Una noche, sin que mi esposa se diese cuenta, fui al cajón de su ropa interior. Quería comprobar el tamaño, la talla. Calcular cómo sería atrapar esas lozanas carnes de absoluta redondez. Seguramente se necesitaban las dos manos para sostenerlas y alzarlas, como un cáliz que se ofrece antes de ser bebido y derramado… Empecé a excitarme pronto. Me tenía en un ¡ay! Sin fin.

La alisté a mi causa, sin ver su rostro, ni su trasero. Yo sabía que contaba con dos buenas armas para mi guerra… “Esos, esos son los aliados que yo necesito”, —pensaba a menudo mientras conducía hasta mi trabajo en el periódico. Soy redactor jefe, pero eso ahora no tiene importancia.

Una mañana salí muy temprano de casa. Tenía que entrevistar a un conocido escritor para cerrar el suplemento dominical. Habíamos quedado en una terraza del centro.

Apresurado, guardé las llaves en los bolsillos, sosteniendo un montón de documentos que llevaba en volandas. Al abrir la puerta del ascensor, me encontré de golpe con ella. La reconocí de inmediato por el tamaño de aquellas vibrantes colinas que se alzaban rotundas desafiando las leyes de la gravedad en un metro cuadrado. Llevaba todo el mes calibrando el tema, me había convertido en un verdadero experto en ella, y al tenerla de frente supe sin más. Me daba miedo mirarla a la cara… ¿Y si tenía cara de sapo o de jirafa? Me daba igual. Era la puta realidad. Solo pensaba en empotrarla allí mismo, en la cabina del ascensor y contra el espejo. Ver sus maracas reflejadas, rebotando como dos flanes ondulantes untados en dulce de leche. Y cabalgarla. Cabalgarla sujetando las bridas de su cabello en dirección al horizonte. ¡Hi-yo, Silver, away!

—Buenos días, ¿va para abajo? —Dijo la chica con aquella vocecita tímida…

—No. ¡Va para arriba! —me puse nervioso… ¡Claro que la cosa iba para arriba! ¡La tenía en alto desde hacía un mes! —Perdón, estoy dormido todavía… sí, voy al garaje.

La acompañé hasta la tienda de su tío en coche. Una tienda de hábitos religiosos que quedaba en el centro, muy cerca de donde yo tenía mi cita. Parece ser que, Pérez quiso recogerla no solo por caridad. Necesitado de unas buenas vacaciones, pronto le entregó las llaves del negocio y se largó a París con un flautista de la filarmónica, dejando sola a la muchacha en esta gran ciudad.

Menos mal que estaba yo, para hacerme cargo, menos mal…

La escolté hasta la tienda de hábitos. Tengo que reconocer que aquello me ponía más cachondo que si hubiera sido en un salón de masajes. Le ayudé a subir la persiana y con el pretexto de que nunca había visto una tienda igual, me invitó a pasar. Eché el pestillo, y di la vuelta al letrero…”Vuelvo enseguida”.

En media hora, ya le había hecho quitarse media docena de hábitos…

 

Continuará…