Las cosas con Carmencita se fueron complicando. Y todo, porque la chica había cogido vicio. Mi afán por descubrirle el pecaminoso mundo de la carne, destapó en ella una parte de su personalidad que andaba dormida. Su rozagante lozanía y su excesiva afición a nuestros juegos sexuales, dieron paso a unos intensos encuentros, sin ningún tipo de limitaciones. Pasamos de frotarnos en la trastienda de Pérez, a gozarnos en los probadores de Cortefiel, que por cierto, eran de esos de cortinilla, de los que dejan los pies al descubierto. Empezó a pedirme cosas cada vez más complicadas de satisfacer. Se convirtió en una fierecilla salvaje, caliente e insaciable. Los encuentros con la exuberante Carmencita, eran diarios, y algunos días hacíamos triplete, incluso en fiestas de guardar.

Carmencita estaba al tanto del santoral al completo, para deleite de su clientela, que no dejaba de crecer. Había algo magnético en la chica, un reclamo tan atractivo, que traspasaba las paredes de aquel negocio de aspecto monacal.

Pero, hasta el momento, ninguno de aquellos clientes tan  místicos, había tenido la oportunidad de conocerla del modo en que lo hice yo. Como una gata del demonio, Carmencita, se acercaba desnuda, ronroneando a cuatro patas. Allí, en mitad de la tienda de hábitos y con el cartel de “vuelvo enseguida”, una figura felina serpenteaba a contraluz, con el cabello suelto y salvaje, extendido sobre sus hombros. Yo la observaba de pie, y la esperaba apontocado en el mostrador, con mis dotes  metidas en un cuenco de leche tibia para su desayuno. Y ella, tan viva y risueña, se acercaba muy, muy despacio. Contoneándose. Deslizándose por el suelo con una calma que conoce su recompensa hasta ponerse de rodillas y hundir su cara en el tazón. Me asombraba su pericia para medir la temperatura de la leche con la punta de su lengua y cómo, acto seguido, se afanaba en relamer el borde hasta beber la última gota, con ese excelso sentido suyo de la limpieza.

Luego retiraba el cuenco con delicadeza, y me ofrecía una pequeña pero efectiva reverencia. Casi pidiendo permiso para volver a practicar con mi cuerpo. Y de nuevo acercaba la cara, y hundía su nariz en mis ingles, dando comienzo a un juego de palabras sin sonido. Mensajes en código morse que yo debía descifrar, si quería que continuase… Me puteaba. ¿Dónde habría aprendido esta chica tanto? si supuestamente, el novio de pueblo, era de los de meter y sacar. En realidad, yo no necesitaba saberlo, solo experimentarlo.

Me transmitía toda la información por impulsivos golpecitos de lengua. Un potente emisor de señales eléctricas que dominaba a la perfección el positivo y el negativo. Su preciso ajuste de tensión y presión para enviarme hasta treinta caracteres por minuto, me ponía frenético. Y yo que no entendía en absoluto lo que quería decirme, solo pensaba en metérsela hasta la campanilla, pero ella no me dejaba.

Durante cinco días y seis noches, me instruí en el interesante mundo del código morse. Hasta que por fin, hallé lo que buscaba. Conseguí descifrar sus eróticos mensajes secretos. Y entonces ella, dispuesta a pagar lo que se me debía, se recostó sobre el mostrador con templanza, entreabriendo sus piernas con la sonrisa más lujuriosa que yo recuerde haber visto jamás.

Continuará…