Violeta siempre soñaba con viajar. Quería conocer el mundo. No quería quedarse recluida en su pequeño bosque, rodeado de sus semejantes y dejando pasar los pocos días de su existencia esperando ser el alimento de un arácnido o un desaprensivo pájaro. Quería ver y aprovechar todos y cada uno de los minutos de su efímera vida, aunque eso supusiera exponerse a peligros desconocidos.

Había recibido ese nombre precisamente por el intenso color morado con el que había nacido. Nadie podía sospechar cuando era una extraña y horrible oruga, que acabaría convirtiéndose en una criatura tan bella y delicada. Aunque no era la única: la competencia era muy dura, en cuestión de belleza, entre las miles de especies de mariposas que existían en el mundo.

En uno de sus sueños volaba incansablemente con sus grandes y ligeras alas en busca de un clima más cálido y donde el sol brillara más. Eso le permitiría estar más horas surcando el cielo y descubriendo paisajes. La velocidad no era su principal virtud , así que decidió no alimentarse para no perder tiempo.

Como es natural no tardó en desfallecer. El diminuto cuerpo no pudo con las enormes alas y empezó a caer. Se esforzaba en seguir aleteando , pero no podía. Cuando ya se veía estampada contra el suelo, una fuerte ráfaga de viento la elevó de nuevo arrastrándola sin rumbo. Se dejó llevar y cuando se adaptó al torbellino pensó que se podría aprovechar de esa descomunal fuerza para seguir avanzando sin necesidad de malgastar la suya. De la misma forma que apareció el vendaval se esfumó y otra vez Violeta quedó a merced de su suerte.

Cuando quiso mover sus alas se dio cuenta que no podía. Seguía extenuada porque aunque ella no lo notara, por la excitación del viaje, había tenido que esforzarse para mantener el equilibrio y la integridad física dentro de aquel huracán descontrolado. Otra vez veía como el suelo estaba cada vez más cerca cuando apareció providencialmente un águila por debajo de ella y quedó depositada sobre su lomo. Al ser consciente sobre qué animal había aterrizado, comenzó a temblar aunque su alas seguían sin reaccionar. Pronto tuvo que concentrarse en sujetarse bien pues la velocidad de la majestuosa ave era vertiginosa para ella.

No temas. No te haré nada —dijo el rapaz.

Gra…gra…gracias —alcanzó a decir con dificultad porque la velocidad apenas le permitía articular palabra.

¿No tienes miedo de andar sola por ahí?

No. ¿Debería tenerlo?

La vida animal es muy cruel. Puedes servir de alimento a cualquier otro bicho más grande que tú…

Eso no me asusta. Lo que de verdad me da pánico es no aprovechar los días de vida que tengo. Quiero ver…

¿Aunque ello te haga perecer antes de tiempo?

Sencillamente no pienso en ello. Si alguien me quiere como alimento, se lo tendrá que trabajar. No se lo voy a poner fácil quedándome en el caladero junto a los míos esperando que llegue el momento de cumplir las expectativas que la naturaleza me ha designado…¿no?

No eres muy pequeña para hacer esas reflexiones.

Supongo. ¿Y tú, por qué no estás haciendo lo que mejor sabes hacer?

No me gusta cazar. Soy una vergüenza para mi especie. Por eso surco los cielos sin rumbo concreto, alimentándome de vegetales y de pequeños animales muertos y eso es un sacrilegio para el rey de las aves depredadoras.

Pues a mi me caes muy bien.

Te puedo llevar donde quieras y enseñarte todos los rincones del planeta.

Con el águila sobrevolaron grandes cordilleras, océanos extensos, ríos infinitos, bosques frondosos, níveos glaciares y demás maravillas que se pudieron encontrar durante los días que viajaron juntos. Un día mientras planeaban muy bajo sobre un río caudaloso Violeta escuchó un estruendo. Sin tiempo a reaccionar notó como su montura se desplomaba y caía en picado. Ella empezó a gritar porque creía que esta había desfallecido después de tantos días de vuelo sin descansar. Pero al mirar su lomo lo que que vio fue un enorme agujero que le atravesaba el corazón. El águila había sido abatida por un cazador.

Antes de estrellarse contra el suelo con ella y después de ver el resplandor que proyectaban los rayos de sol sobre las escopetas, decidió emprender el vuelo abandonando a su amiga. Cuando recuperó altura, cosa que le costó porque sus alas estaban perezosas por la falta de ejercicio, miró hacia el lugar donde había caído el ave y cómo esos seres, que se movían como simios aunque eran más grandes, lo celebraban.