El violín respiraba tranquilamente, la fina mano de la muchacha apenas acariciaba las notas que desprendían al aire, colgándose algunas, de las primeras gotas cristalinas, serenas, que una nube dejo caer emocionada bajo el hechizo de la melodía que envolvía la plaza Felipe Neri. El cielo no quiso contener las lágrimas que corrieron a los brazos del viento para improvisar un baile. El aire contuvo la respiración, las nubes se fueron agrupando en torno a la muchacha y el tiempo detuvo su trayectoria solo para disfrutar unos instantes, de esos instantes que le pertenecían. Una vez la última nota cayera sobre una de las tantas hojas llegada desde algún árbol cercano, el silencio se inclinó a la magia y la noche se dejó envolver por los aplausos de algunos de los presentes. Un intenso suspiro se derramo sobre la plaza, miles de hojas cayeron acariciando las ultimas notas que aun se elevaban al cielo, unas cuantas velitas colocadas delicadamente en cada una de las cinco mesas de la terraza, que los camareros se apresuraban a recoger, fueron apagando su luz, para sumirse en el silencio infinito que provocó el hechizo de un cielo emocionado. No se en que momento exactamente la muchacha desapareció junto a su violín, porque yo seguí envuelta en esa magia ajena a todo lo que a mi alrededor estaba ocurriendo. Solo sabia que no quería que se acabase, no quería que el tiempo se escurriera entre los dedos. La violinista se marcho junto con el mundo y yo me quede en mi rincón preferido. En la compañía perfecta, en el fin del mundo, al amparo de la luz tenue, delicada, de la pequeña velita que escuchaba los latidos que se me escapaban serenamente. Los latidos que buscaban su propio sitio, ellos sabían el camino apenas, a unos centímetros. allí, donde se encontraba mi melodía perfecta. En tu compañía.