¿Cómo puede ser sano un gimnasio, con el pestilente olor de transpiración humana que te golpea en la cara nada más entrar? Presiento que ese miasma me dejará inutilizado el olfato y me aturdirá el resto de los sentidos durante toda la sesión y en el peor de los casos durante todo el día.

Me apunté a un gimnasio porque el médico me dijo que hiciera vida sana: «come bien y haz ejercicio».

Decido ser positivo (es el primer día) y me adentro en el vestuario. ¡Oh, Dios mío, todavía puede ser peor! Mientras me abro paso entre cuerpos desnudos y todavía mojados de la ducha, que se ponen crema, se peinan o simplemente se están contemplando y buscando el nuevo músculo que han trabajado y que solo ellos y quien les venden esos polvillos que se toman saben localizarlos, voy pensado en como protegerme de esa agresión olfativa. Los más normales y pudorosos van con la toalla cubriéndose sus miserias y nada más, porque ninguno de ellos tiene un solo pelo en el cuerpo. Siento que me tiemblan las piernas no sé si por la hediondez que me sube por la fosas nasales hasta penetrar en mi cerebro o porque voy a parecer un oso pardo cuando luzca toda la vellosidad masculina de que la naturaleza me ha dotado en todas partes menos en la cabeza (mala suerte la mía).

Superado este segundo trance traumático y vestido adecuadamente, me adentro en la sala principal donde están todas las máquinas, cintas, bicicletas estáticas y demás artilugios que parecen haber salido de una película de ciencia ficción. Busco una cinta para correr. Yo prefiero hacerlo siempre al aire libre pero hoy llueve mucho. «Para eso sirven los gimnasios», me digo a mí mismo, pero visto lo visto, en eso también estaba equivocado.

Observo que mucha de la fauna que acude a esos recintos no solo lo hace para mantenerse en forma, sino que se trata de un escaparate de lucimiento personal. Mejor dicho: para lucir el palmito. Hay hombres que se llevan a sus parejas y les forman concienzudamente en el levantamiento de pesos. Van como dos tortolitos paseando por todo el recinto (antes se hacía por los paseos y alamedas). Ambos visten muy apretados, aunque en eso siempre llevan ventaja ellas. Es curioso porque parece que lo que de verdad les «mola» es enseñar el ombligo. A ellos en cambio les gusta lucir bíceps. Llevan camisetas de tirantes (en mis tiempos era conocidas como «imperio» y las odiábamos por horteras) por donde sobresalen los pectorales tatuados y unos brazos mas anchos que sus piernas. Están tan desproporcionados que a veces tengo la sensación que la escuálida parte inferior no va a poder soportar la sobredesarrollada parte superior. Parecen caricaturas. Esas parejas no suelen sudar (cuando no van por separado) porque no trabajan mucho así que no son las responsables de las emanaciones insanas.

Si creía que lo del vestuario era insuperable, estaba equivocado. Cuando algo va mal todavía puede ir peor. A medida que me acercaba a las cintas y bicicletas, el hedor era como un cuchillo que me rasgaba de arriba abajo. Criaturas de todas las edades segregaban litros de sudor hasta dejar el suelo totalmente encharcado. Me preocupé al ver que mi cuerpo ya no reacciona ni convulsionaba porque se comenzaba a adaptar. Decidí ir a una máquina a medio camino entre la bicicleta y la cinta: una elíptica.

Allí me puse manos a la obra y puse el corazón a trotar con la intención de distraer a mi mente para que dejara de escuchar a mis narices. Como estoy bastante en forma (modestamente) me costó alcanzar el umbral donde la falta de oxígeno hacía que no se pudiera pensar en otra cosa. Así que tuve que practicar una vez más mi deporte preferido: la observación.

Así pude ver como, igual que en la naturaleza, se produce una selección natural de las especies. No se mezclan ni interactúan demasiado unas con otras y cada una trabaja de forma distinta. Tienen objetivos diferentes. Por un lado están los que yo llamo «gorilas». Se trata de enormes masas de músculo humano que se ejercitan sin parar y de forma obsesiva delante del espejo. Solo en esa zona la pared está forrada de espejos. Se supone que para hacer correctamente los ejercicios, pero en realidad sirve para que los narcisistas pueden contemplarse y amarse sin límite. A su favor diré que son silenciosos y no molestan. Decoran sus pabellones con unos enormes auriculares que desprenden música enlatada a todo volumen y beben un líquido pastoso de color blanquecino que en otro entorno daría qué pensar. Sudan bastante.

El núcleo central está formado por los que acuden a los centros deportivos en busca de compañía. Es un lugar donde relacionarse, donde cortejar a un congénere o simplemente donde huir de la soledad. Visten con los últimos modelos en ropa deportiva nunca repiten conjunto dos días seguidos y van perfectamente combinados con las zapatillas y demás complementos. Peinados, perfumados y maquillados  hablan y hablan sin parar con cualquiera que se cruza en su camino y, si eso no ocurre, hacen que suceda. Entre encuentro y encuentro se acuerdan de que tienen que hacer ejercicio y disimulan haciendo unas cuantas flexiones. Es curioso observar que sucede con hombres y mujeres aunque las maniobras de cortejo son diferentes. Estos, al igual que los que van en pareja, tampoco suelen ser responsables de la peste que se me ha adherido por todo el cuerpo y que creo que por mucho me me frote en la ducha no va a desaparecer. Todos ellos tiene algo en común: los tatuajes forma parte de su indumentaria.

Luego está la plebe, entre los que me encuentro. No destacamos por nada, no lucimos cuerpo porque no podemos o porque la barriga no se puede considerar un músculo bello. Aunque también los hay que no sobresalen (aun pudiendo) porque no quieren o porque son discretos. Aquí estamos todos mezclados por edades, estado de forma y sexo. Hay quien es un autentico profesional del «running» y se pone a hacer series como un loco, otros que se pasan horas en una máquina que simula subir escaleras. La mayoría corren en la cinta como complemento a cualquier otro ejercicio que hacen (entrenamiento cruzado lo llaman los que están puestos en la materia). Algunos de ellos son triatletas. Me atrevería decir que son los más creídos de todos. Se consideran a sí mismos como atletas totales: ágiles, fibrados, equilibrados, estilizados…perfectos.

Naturalmente había muchas más clasificaciones pero ya no pude reflexionar más sobre ellas porque el bombeo de mi corazón estaba a punto del colapso. Regresé de mi expedición contemplativa (en realidad era puro fisgoneo) para concentrarme de nuevo en mí ejercicio. Las pulsaciones llevaban minutos al límite y tuve que frenar. De repente me volvió a golpear com fuerza el penetrante hedor. Noté mi cuerpo sudoroso y como la camiseta se adhería a él como una segunda capa de piel. Miré hacia ambos lados y me di cuenta que estaba solo. Me hundí en la miseria cuando comprendí que ya estaba asimilado, que ya era uno de los suyos, que formaba parte de esa tribu maloliente , en definitiva: que esa fetidez nacía de mi propio cuerpo.

Como por arte de magia dejó de ofenderme, ya no la notaba, desapareció por completo y es que por todos es sabido que a nadie le molesta el olor de su propia mierda.