Noviembre llegó cargado de energía. En el telediario alertaron de tormentas peligrosas y recomendaron no salir de casa, si no era imprescindible, en todo el fin de semana.
Yo no es que tuviera planes ni nada importante que hacer, pero precisamente esa alerta fue lo que me motivó a salir a la calle, pues en realidad llevo una vida monótona y aburrida, siendo esta tormenta lo que daría un poco de emoción a mi rutina. Aproveché cuando más llovía para pasear al perro, que por otra parte tampoco se achicó con los truenos y relámpagos, quizá porque está sordo. Los estruendos de la tormenta y las ráfagas de luz daban a la noche un aire de emoción que sinceramente necesitaba. Lo que no me esperaba es que un vendaval me fuera a alzar del suelo con perro y todo.
Cualquiera que nos viera desde abajo, pensaría si el perro era una cometa o que se yo. El aullaba como un condenado, y a mí me entro la risa, porque era lo más divertido que me había pasado en todo el año. Aunque confieso que también me daba un poco de miedo vagar por los aires sin rumbo predeterminado y a una velocidad que si no eran 120 kilómetros por hora, serían 130. Menos mal que íbamos tierra a dentro, porque esto me llega a pasar en la playa y me muero; no os lo podría estar contando. Casi me choco con más de un bloque de pisos. En uno de ellos había un hombre asomado .Y al verme gritó –una bruja- pero no pude ver a quien, yo seguí volando con mi Dog, que así se llama. Tan pronto él iba delante como detrás de mí dando volteretas. Fue agotador. Dog, el pobre no pudo contenerse e hizo sus necesidades en pleno vuelo, pero no le cayó a nadie en la cabeza. No se preocupen. Hacía una noche de perros ¿Quién iba a estar en la calle?