Frené lentamente el vehículo hasta que este se detuvo totalmente, irremediablemente anochecía, y la neblina se mezclaba con el polvo levantado en los últimos metros del viaje, el capó exhalaba por los costados el vaho del esfuerzo realizado en el viaje, y a través de las ventanillas se intuía el frio sofocando los últimos rayos de Sol, rayos que prácticamente ya no despuntaban en el horizonte, tan solo un tono anaranjado que sin caldear contorneaba las casas medio derruidas y la iglesia al fondo de la calle Mayor.
Después de haber planeado el viaje tantas veces, por fin estaba allí, Belchite aunaba historia y misterio a partes iguales, dos de mis pasiones. Aunque con el escepticismo por bandera, al pisar el suelo y respirar el ambiente frio y seco, me di cuenta de que el corazón latía con fuerza, y la respiración se agitaba en cada movimiento. Saqué la pequeña mochila del maletero, y comprobé primero la bolsa de avituallamiento con un par de bocadillos, una botella de agua y un termo de café, también me eché un jersey de lana, la grabadora, y una cámara fotográfica. Sólo era una noche, en realidad la primera noche después de aplazar muchas antes, la primera que me atrevía a la aventura de mi vida.
Con la gorra de visera calada, la mochila a la espalada, y la linterna en la mano, veía pasar intermitente mi respiración por delante de los ojos a cada paso que daba, el ruido de los guijarros bajo las botas atronaban rompiendo el silencio, no corría ni chispa de aire, y sentía una opresión extraña en el pecho. Para relajarme recordaba la cantidad de veces que había leído sobre el terrible asedio de catorce días, y los distintos cambios de protagonista bélicos que sufrió aquel pueblo durante la Guerra Civil. Desandando la calle Mayor miraba a un lado y el otro, las fachadas asomaban dignas en pie, pero sin casas en su interior, las ventanas y las puertas algunas abiertas invitaban a salir a cualquiera de sus antiguos habitantes, y los agujeros de los proyectiles daban testimonio mudo de la barbarie vivida esos largos días, Belchite Viejo seguía siendo un pueblo, pero solo era hogar del dolor y el llanto. Cuando al girarme me di cuenta de que ya no veía el coche, un escalofrió recorrió mi espalda como un latigazo, estaba solo en medio de las ruinas y el pecho me oprimía cada vez más.
Ya empezaba arrepentirme de la aventura, la emoción que tenía cuando la soñaba se había tornado en un pánico contenido por el cabreo conmigo mismo. Al pararme en una bocacalle para sentarme en una piedra caída de una de aquellas fachadas, muy cerca del trujal, lo que fue antes de la contienda depósito de aceite y olivas, y que sirvió como fosa común repleta de miles de muertos de ambos bandos. Faltando pocos centímetros para que mis posaderas tocaran la piedra, una voz me paralizó, me heló la sangre, mis parpados abiertos hasta el dolor y los ojos excéntricos empujaban para saltar de sus cuencas.
— ¿Qué hace usted por aquí? No me diga, otro curioso — La voz ronca con un marcado acento maño atronó en el silencio—
No me podía mover, me estaba hiperventilando, sacando fuerzas no sé de dónde, y con la voz aflautada le espeté.
— ¿Quién es usted? Casi me mata del susto
— No se siente en ese lugar ahí murió un bravo soldado, soy un vecino del pueblo.
Era un hombre de unos ochenta años, estaba apoyado en la pared bajo la boina se intuía un rostro enjuto, repleto de surcos y sin afeitar en días, sus ojos eran muy oscuros, intentaba fijarme en ellos, pero no los veía bien, balbuceando le pregunté qué hacía allí solo.
— Estoy en mi casa —contestó— y usted está pisando decenas de cadáveres ¿No los ve?
Pensé que era un vecino que debía haber vivido la tragedia en su niñez y ahora padecía algún tipo de demencia.
— ¿Vivió la guerra cuando era niño aquí en el pueblo?
— Si la viví, pero no era un niño, me mataron después de acabar con toda mis hijos y mis nietos.
Levantó en ese momento la cabeza y mirándome de frente vi que sus ojos no eran oscuros, eran dos cuencas vacias, el miedo me paralizaba y empece a llorar al tiempo que el orin resbalaba por la entrepierna encharcando las botas.
— ¿Quién es usted? Por Dios no me haga daño —Suplique—
Su voz cogió un eco endemoniado y me gritaba sin parar.
— Se creen que puede venir aquí como si esto fuera una broma, pueden venir a pisar el dolor, pisar a mi familia, mis vecinos. ¡Fuera de aquí! —Chillaba sin cesar—
No sé, ni como, pero empecé a correr hasta el coche golpeándome en el culo en cada zancada, después de varios intentos conseguí meter la llave en la cerradura, ya sentado al levantar la vista al parabrisas justo en el momento que accionaba el arranque, veía venir cientos de seres, soldados, mujeres, niños y el abuelo al frente vociferando.
— Fuera, fuera de aquí.
De un golpe metí la marcha atrás, de un trompo salí de allí zumbando a toda velocidad y sin parar hasta Zaragoza, y mientras en voz alta repetía una y otra vez «La historia a partir de ahora solo la historia»
Jordi Rosiñol Lorenzo.