Estaba empezando a soplar un vientito helado pero ya no garuaba, por suerte.
Guarecido en un rincón de la escalinata del Palacio de Tribunales, Silvestre no dejaba de observar los dos últimos coches que quedaban en el estacionamiento de enfrente.
Habían llegado juntos y probablemente se irían juntos también. Ojala. Porque si no, si con el primero que se fuera completaba los cincuenta pesos, él cortaría por esa noche. Debían ser más de las dos de la mañana y todavía le faltaban cinco
De cualquier manera, si no venían en un ratito no se iba a quedar hasta mucho más tarde. Cada vez hacía más frío y él, de puro compadrito, no había traído el sobretodo regalado por Osuna, el encargado. Estaba medio deshilachado, sí, y le quedaba largo, pero él no lo quería para hacer facha. Y lo de largo le iba a venir bien para esas noches de invierno en que era necesario trabajar hasta tarde para completar la diaria.
Aparte del frío, no quería quedarse mucho más porque ya estaba decidido que esa misma noche liquidaría a la viuda. Ya estaba cansado de tenerla en su pieza. Debía haberla matado mucho antes.
Es verdad que él no tenía el mambo de la limpieza. Pero ella hacía que la pieza pareciera todavía más sucia. El rincón donde a ella le gustaba estar se veía siempre lleno de telarañas.
Además cuando él comentó el asunto con Osuna, el encargado le dijo: “¡Hacés bien en boletearla!. Capaz que un día subo a llevarte un poco de polenta y te encuentro estirado en tu cama, todo azul”.
Este Osuna era un fenómeno!. Si no le hubiera alquilado la piecita de la azotea por quince pesos diarios él no hubiera tenido donde meterse. Y para mejor … ¡tan cerca del laburo!. Debía ser la única pensión a una cuadra de Plaza Lavalle.
Pensando en todo esto, mientras intentaba calentarse las manos con el aliento, vio venir del lado de Corrientes un grupo de cinco o seis personas. “Son ellos (pensó). Seguro que vienen del teatro. ¡Vienen contentos, riéndose!. ¡Mejor!. ¡Cuánto más contentos, más propina!”.
Eran ellos. Se rompió todo para atenderlos, dándoles muchas más indicaciones de las necesarias para sacar los coches. ¡Pero valió la pena: tres monedas de un peso y un billete azul de dos!.
“Buenísimo, pensó. Con esto y lo que tenía ya me alcanza para un paquete de fasos, para pagarle mañana la pieza a Osuna, para el pan y para un tetra de tinto. Y todavía queda un mango por si el domingo viene flojo”.
Sintiéndose casi rico, volvió al rincón donde había dejado las sobras de la cena: medio sanguche de milanga y un fondito de tinto, que decidió tomarse de un trago festejando lo bueno que había sido el día. Y, quizás también, para darse ánimo frente a lo que tenía que hacer esa misma noche. Palpó en el bolsillo de su saco lo que le había dado Osuna mientras le decía: “Macho, con esto no cuenta el cuento. Todo lo que tenés que hacer es acercarte para no errarle. Le apuntás bien, le das al dedo dos o tres veces … y listo. Vivís tranquilo para siempre”.
Por un segundo lo invadió la pena. Estaba acostumbrado a ella. No era lo que él hubiera deseado como compañía, pero … Recordó como, aquella vez al verla en su rincón atareada tejiendo, él había sentido una oleada de simpatía que lo hizo sonreír. Y en su vida no eran frecuentes los motivos para sonreír.

Pero era una intrusa. Y en una de esas, ¡peligrosa!.
“Ya estoy decidido, pensó. Esta noche se acabó. En cuanto llegue le meto un par de cuetazos. La reviento sin asco”.
Y recogiendo el sándwich tomó por Lavalle, cerrándose el saco, para defenderse del frío viento del otoño, que se le colaba por todos los costados.
Llegó a la pensión y encontró la puerta apenas entornada. “Son terribles (pensó), no cierran nunca la puerta. Cualquier noche de estas me espera un tipo, me la da y me afana la ganancia de todo un día de laburo”.
Cruzó los dos patios esquivando las macetas. Subió por la temblorosa escalera de hierro que llevaba a la azotea y llegó a la pieza.
Antes de entrar volvió a palpar su bolsillo para darse ánimo. Entró, encendió la luz, dejó el paquete sobre la mesita y la vio acurrucada en su rincón. Ella permaneció inmóvil como si no lo hubiera visto llegar.
Pero él sabía que lo esta mirando fijamente, torvamente, como con odio. Eso terminó de decidirlo. Metió la mano en el bolsillo, se acercó al rincón, sacó, le apuntó y apretó una, otra y otra vez.
La descarga le dio de lleno sin darle tiempo a escapar. Durante un segundo permaneció quieta, inmóvil, en la misma posición.
Y entonces, de pronto, se estremeció levemente, encogió sus ocho patas y quedó colgando de su propia telaraña.