Un hombre fibroso, de gran bigote a lo Pancho Villa, exoficial de la Guardia Nacional formado en West Point, reunió a los novatos:

—Soy vuestro instructor. Llamadme Pelopincho. A partir de este momento, por vuestra seguridad y la de vuestras familias, evitaréis hablar entre vosotros de temas personales. A nadie le importa quiénes sois, de dónde venís, ni qué hacíais en la vida civil. Si alguno cae prisionero, no podrá facilitar información que os perjudique.

Anchón era el más viejo. Los demás, jóvenes campesinos llegados desde Nicaragua. En homenaje a su hija, eligió llamarse “Valerio”.

Pelopincho los despertaba a gritos a las 4.00 a.m. A los diez minutos ya los tenía arrastrándose por el barro. Sentían el lodo en la boca, en los oídos y en el pelo. Las ráfagas de ametralladora los obligaban a hundir la cabeza en el agua embarrada desde la madrugada. Realizaban los ejercicios físicos, unos detrás de otros, sin descanso. Carrera estacionaria, carrera de velocidad, sentadillas, en cuclillas, ejercicios para la cintura, piernas, brazos, cabeza, y siempre con todo el equipo a la espalda y el arma en la mano, como si fuera una extensión del brazo. Así un día y otro, todos los días de la semana. Poco a poco adquirieron la condición física y los reflejos que les salvaría la vida en combate. Ya no temían los arañazos de las zarzas, ni el lodo, ni los disparos, ni las explosiones, eran como animales que se movían por un territorio que dominaban. Se habían transformado en depredadores. Habían aprendido a hacer fuego en las condiciones atmosféricas más extremas, a montar emboscadas, a moverse por el monte sin ser detectados por el enemigo, a sobrevivir con lo que la madre naturaleza les proporcionaba, a colocar trampas de minas, a desactivarlas, a emplear explosivos para la voladura de puentes, centrales hidroeléctricas e instalaciones defensivas. También recibieron nociones básicas de atención sanitaria.

A las 8.00 a.m. realizaban un pequeño descanso para tomar el desayuno, siempre gallopinto: arroz cocido con frijoles sin sal y un tazón de tintico, café muy aguado. Y vuelta a empezar hasta la comida, de nuevo  gallopinto. Continuaban entrenando hasta las 7.00 p.m. No cenaban. Se acostaban molidos y con el estómago vacío. El hambre entró a formar parte de sus vidas. Durante dos meses se sometieron a la severa y rigurosa disciplina de la guerrilla.

—Ya sois comandos. ¡Enhorabuena! —les anunció Pelopincho con solemnidad el día final de la instrucción.

En ese tiempo Anchón hizo amistad con Lobato, un joven guerrillero nicaragüense de veintidós años. Era un indio bien parecido, alto, delgado, de cabellos casi rubios y piel blanquecina. Sabía moverse por el territorio porque había nacido en Willike, una aldea de Zelaya, y había participado en numerosas incursiones.

—Esa gente es enemiga de Dios —decía, al tiempo que se santiguaba.

Mataban el tiempo en la cantina con un vaso de ron en la mano. Anchón había dejado atrás el paso por Roncesvalles. Lobato era lenguaraz, monologaba sobre las razones por las que se había enrolado en la Contra, usaba un verbo florido, que a Anchón le recordaba a Góngora. Una tarde, después de algunos vasos de ron, Lobato le confesó:

—Los nicaragüenses teníamos tanta necesidad de un cambio, que celebramos el triunfo de la revolución sandinista creyendo que la paz había llegado para todos. La realidad fue, que la paz se encontraba más lejos que nunca. Los sandinistas jugaron con los sueños y esperanzas de todos nosotros. Engañaron a sus propios combatientes. No miento. Fue así.

Llenó los vasos que tenían sobre la mesa, le acercó uno a Anchón, sostuvo el suyo delante de los ojos. Le miró a través del vaso mientras sonreía al observar la distorsión coloreada de su cara. Continuó con vehemencia:

—La contrarrevolución no surgió porque los que estamos aquí hubiésemos sentido la emoción de ser guerrilleros, ni porque tuviéramos algún interés económico, como ellos dicen, o porque buscáramos una vida de aventuras. Surgió por la decepción de ver que los sandinistas eran peores que la dictadura de la dinastía somocista, contra la que habíamos luchado.

Se puso de pie. Le resultaba imposible permanecer sentado. Apoyó una mano en la mesa e inclinó el cuerpo hacia Anchón. Sin dejar el vaso que sostenía en la otra, continuó:

—No tardamos en descubrir que la revolución estaba compuesta de comunismo, de opresión, de encarcelamientos, de confiscaciones. ¡Hasta los alimentos más básicos están ahora racionados en Nicaragua! Para poder alimentarse, la población depende de la tarjeta de abastecimiento que controla el gobierno. Puedes pasarte horas haciendo colas, para terminar no recibiendo nada.

Se dejó caer en la silla. Dio un sorbo de ron, respiró profundamente y siguió hablando muy excitado:

—Los sandinistas le prometieron al pueblo nicaragüense paz y progreso. Esas palabras quedaron olvidadas cuando ocuparon el poder. Habían ocultado la verdadera cara política, que el pueblo desconocía. Trajeron el comunismo a nuestro país. Sacaron las uñas y confiscaron las tierras a muchos campesinos. Expropiaron las empresas privadas. Desunieron a las familias…

Dejó la frase en el aire. Quedó un momento pensativo. Vació el vaso de un trago.

—¿Sabes? Obligan a los niños y a las niñas a recolectar café y algodón en las propiedades confiscadas. Es tal como te lo cuento, créeme. Si ellos no acuden, no reciben el certificado de haber aprobado el año escolar y no podrán ir a la universidad. ¡Miles de niñas regresan cada año a sus casas embarazadas, y a muchas se las fuerza a abortar! Ya te digo, ¡esos canallas odian a Dios y a sus criaturas!

Miró fijamente a los ojos de Anchón. Mostraban incredulidad y asombro. Rellenó los vasos. De un trago vació otra vez el suyo y continuó con fuego en la mirada:

—Eso no es todo, esos desalmados están matando a muchos campesinos. Si descubren que la Contra ha dormido en su casa, le fusilan con el propósito de mandar un mensaje a los demás. No tienen en cuenta, que el pobre no es culpable de que una tropa armada llegue a su casa a dormir o a comer. ¿Podría negarse? ¡No, por favor, no entren, que ponen en peligro mi vida y la de mi familia! —dijo con voz burlona.

Concluyó, cerrando con fuerza los ojos:

— ¡Malditos, su único pecado fue habitar en una zona de guerra!

Anchón le vio tragar lágrimas de odio. La fatalidad y la muerte se escondían detrás de aquellas palabras. No quiso preguntar, porque no deseaba mentir sobre su propia historia