“¡Tin! ¡Tin! ¡Tin!” Repican las campanillas del carruaje.
Mientras, el día agoniza, sostenido en brazos del ocaso. Igual que el carruaje…marchándose lento, para penetrar las sombras que devoran siluetas, al final del empedrado.
Y esa lluvia que no cesa y se desploma. Estremeciendo desnudeces, más del alma que de la carne.

Ana se aferra a sí misma, con los brazos, con el alma. Con la solitaria conciencia de ese dolor que por dentro quiebra, sesga, arde…
Inhumana presencia de la oscuridad más cruenta, eternizando una espera que no ha hecho más que comenzar.

Con la voluntad y el cuerpo de rodillas, sobre el fango en la calleja, sabe que todo terminó y, aun así, es el principio. Pues los finales se inquietan, ante el advenimiento incierto de la nada que se teme y desconoce. Ahora está sola, confrontada al duelo de su vientre, vacío de sentidos, yermo de esperanza.

Él se fue, lo ha perdido, se lo arrebató inconmovible el filo de La Parca. Sorpresiva, indolente, profanando la plácida embriaguez de sábanas, color pasión y aroma a ensueños; apenas dos noches antes. Llegó así, disfrazada por penumbras, silente de perdones. Y, con un beso sigiloso, cubrió de hielo el conjuro de sus labios. Esos, que tanto amara…los que ahora, prisioneros de la muerte, en el coche fúnebre se marchaban.

–¡Maldita bestia!—Le gritó a la ausencia que nacía, ahogándose entre lágrimas.

Silencios…No hay respuestas, cuando fenecen las palabras.

Se incorpora con la fuerza de las dudas, mil temores la apuñalan. Aterida por el frío, recorre el camino que conduce hacia a su casa. Entra. Alguien está esperándola. No le importa, se arroja sobre la cama. Y, consciente de la inercia en los relojes, cuando el vacío se adueña del espacio que ocuparon las vidas que has vivido, simplemente se desgrana. Abandonándose, al abrazo de la infamia, que la estrecha.

–Te esperaba…–Susurra quedo Ana.

–Y yo a ti –Responde la hoz. Atravesándole la espalda.

© MARCELA ISABEL CAYUELA

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