En la vida puedo perdonarlo todo menos la mentira, es superior a mis fuerzas, por eso me siento tan mal. Había puesto todas mis esperanzas en él, pero me falló. Muy buenas palabras, mucha pseudocultura. Siempre terminaba las frases con un latinajo, que creo que lo sacaba de algún diccionario de latín que se debía saber de memoria, pero todo mentira al fin y al cabo.
Nos conocimos en la puerta de un cine de moda. Nunca había asistido sola a una sesión, pero la persona que debía acompañarme tuvo un imprevisto y yo me negaba a perderme aquella película, así que como ya estaba arreglada para salir, y aunque era bastante tarde, me presenté en la sala casi al punto de empezar el pase del film. No había reservado la entrada. Siempre lo hacíamos pero al quedarme sola estuve dando vueltas a la idea demasiado tiempo, soy bastante tímida y me gusta ir acompañada por el mundo.
Al llegar a la taquilla y decirme la señora de la ventanilla que me había quedado sin poder entrar me quedé con cara de boba. Si es que siempre me pasa igual. La indecisión me puede y cuando me decido suele ser tarde. Por mucho que me diga que no volverá a pasar… siempre pasa.
Fue divertido cuando se me acercó todo un gentleman y me dijo si quería hacerle el favor de acompañarlo. Le había fallado su pareja y le sobraba una entrada. Mi corazón dio un vuelco. Era un hombre muy apuesto, rondaría los cincuenta y cinco, estatura media, manos grandes y muy cuidadas, pero como estábamos en carnaval, llevaba la cara tapada por un antifaz que no me permitía verle los ojos, aunque los adiviné de un verde intenso, pelo claro y con alguna que otra cana que le confería apostura. Me tragué como pude la timidez y le dije que por qué no. Entramos. Vimos la película y la verdad no era para tanto como las criticas decían, pero no me arrepentí, la velada estuvo muy bien. Salimos del cine y me invitó a una copa, durante todo el tiempo estuve muy a gusto a su lado. Lo que no lograba entender era por qué no se sacaba aquel maldito antifaz.
Aquel encuentro dio paso a una amistad con derecho a roce. De vez en cuando se presentaba en mi casa. Sin avisar. Aunque siempre con los ojos tapados; un antifaz, unas gafas de sol muy oscuras, no había manera de verle la cara. Llegaba, hacíamos el amor, a veces traía la cena comprada previamente en algún restaurante de lujo, sí, el lujo le iba y mucho. Tenía una conversación de lo más amena y divertida, una voz suave que te acunaba mientras explicaba las muchas vivencias que, según él, había experimentado en la vida. Nunca quedábamos en domingo, por eso deduje que era un hombre casado. Tampoco quería salir a pasear. Decía que le gustaba la tranquilidad de mi casa, que ya había pasado demasiado tiempo en la calle, y yo, tonta de mí, siempre lo creí. En mi defensa diré que no me importaba demasiado. Me sentía bien a su lado y para postre, en la cama era una fiera. Me encantaba la manera que tenía de hacerme el amor. Siempre había algo nuevo, a veces era de una forma casi salvaje, otras era tierno como un niño. Ese no saber cómo sería la próxima vez me enloquecía, así que hacía todo lo que me pedía. A lo único que nunca accedió fue a dejarme ver sus ojos, con los que yo fantaseaba cada noche con ellos.
Aquella fatídica mañana me levanté con ganas de pasear, así que me puse calzado cómodo y salí a caminar. No hacía demasiado tiempo que vivía en aquella ciudad, así que quise explorar los edificios tan hermosos que todavía no había visitado. Me alejé bastante más de lo previsto y quedé encantada cuando al volver una calle en una placita deliciosa, escondida entre unos grises y feos edificios había una pequeña iglesia. Parecía que estuviese allí toda la vida. No soy experta pero juraría que llevaba por lo menos dos siglos allí plantada. Pequeña pero majestuosa, o a mí me lo pareció, así que entré y paseé observando las imágenes, la talla de la virgen de la Esperanza era preciosa y se me ocurrió pedirle un favor. Necesitaba saber de quién me estaba enamorando. Le pedí que aquel desconocido del que ni siquiera sabía su nombre se quitase esa máscara y me dijese quien era en realidad. Si debía seguir enamorándome de él o como mi corazón me decía solo era un farsante, ya que de su vida actual nunca me decía nada y aunque en un principio aquel juego me pareció divertido, ya era hora de poner los pies en la tierra y tomar una decisión.
Llegó la hora de la misa y pensé que no perdía nada por quedarme a escuchar el sermón. No era especialmente religiosa, pero el sosiego que se respiraba en la iglesia me ayudaba en aquel momento, me daba una paz interior que llevaba días necesitando.
Apareció el párroco acompañado de un monaguillo. Mientras el cura se arrodilló y rezó en silencio frente a la cruz de cristo, su acólito preparaba todo para la misa. El padre se giró, se arrodilló y se persignó, entonces levantó la cabeza y empezó la misa.
En aquel momento entendí los latinajos. Entendí el ocultar su cara. En aquel momento quise gritar que era el mejor amante que nunca había pasado por mi lecho. En aquel momento hubiese preferido romperme una pierna y no haber salido a pasear, pero no, la virgen me concedió lo que le pedí mucho antes de lo esperado.
Los ojos como había imaginado eran de un verde intenso.