El vulgar arco, forrado de verde intenso por la hiedra, eternizaba ante mí. Largo tiempo llevaba esperando al aguerrido guerrero, al demente que osara siquiera barajar la posibilidad de adentrarse en sus misterios. La piedra ojival no concebía otra razón, raciocinio alguno que diera sentido a tan inconsciente atrevimiento. Mas no había vuelta atrás, y mi cuerpo penetró dejando atrás la trepadora hedera. La espada de Threfelgar destelló, irradiando su mágica luz sobre el hogar del más célebre guardián.
El minotauro andaba cerca.
El penetrante chirrido del metal rasgando la piedra presagió el fatal desenlace, la confluencia del héroe y la bestia. Y junto a las chispas que sus dos prominentes hachas proferían al surcar los muros mostró su cornamenta en la oscuridad. Rebufó por su hocico de toro, y su voz, grave y trascendental, se escuchó resonando entre lo angosto del pasadizo:
—No puedo dejarte pasar —aseguró entretanto sus dos ojos llameantes alumbraban su temida faz—. Solo un inmortal puede alcanzar el ‘Cáliz de Vida’. Solo alguien que no anhele su poder puede tomarlo. ¿Qué anhelas tú, simple mortal?
—Salvar a mi amada de la enfermedad que marchita su alma, Minotauro —contesté alzando mi mágica espada—. Y no cesaré en mi empeño; antes moriré en el intento.
—Es digno propósito —aseguró el que custodiaba el laberinto inclinando la cabeza en reverencia—. Mas no estoy aquí para juzgar; sino para cumplir el mío.
El minotauro alzó sus dos imponentes hachas al tiempo que yo le mostraba la punta de mi acero.
Threfelgar me iluminó tornándome un haz de luz.
—Entonces —proferí a sabiendas que no podía vencer, derramando una lágrima por ese amor que no obtendría salvación—, nada más nos queda la lucha.