Hacienda La Malvarrosa, San Ramón (NICARAGUA), miércoles 22 de junio de 1960.

El padre de Hipólito Fuensanta Millán, Mariano Fuensanta, poseía un pequeño cafetal a las afueras de la ciudad de San Andrés, una población de poco más de dos mil habitantes, distribuidos entre las dos calles que bordeaban la carretera hacia la cercana Matagalpa, capital del distrito al norte del país.

Una mañana de abril de 1958, Heriberto Zapata, el oficial de la Guardia Nacional, entró en el pequeño rancho donde Mariano Fuensanta se encontraba sentado a la mesa con sus tres hijos y Gabriela Millán, su mujer. Se colocó a su lado, depositó junto al plato de gallopinto un documento de cesión de propiedad y el revólver, y dijo sin levantar la voz:

—Firma o muere. Tú eliges.

Aquella misma tarde abandonaron la pequeña hacienda en un viejo camión Ford propiedad de su primo Alberto, quien los acogió durante unos días en La Malvarrosa,  a veinte kilómetros de San Andrés, hasta que Hipólito consiguió trabajo. Era propiedad de un español, José Ibáñez Mora, oriundo de Valencia, que había hecho una gran fortuna tras emigrar en 1937 bajo la dictadura de Anastasio Somoza García, padre de Luis Somoza Debayle, el dictador con quien continuó enriqueciéndose. En 1957 adquirió en la sierra, a buen precio, los terrenos donde levantó el cafetal.

En plena tormenta había llegado a San Andrés montado en un gran Cadillac rojo. Heriberto Zapata se ofreció a transportarlo hasta la sierra en su Ford Ranchero oficial. El camino desde San Ramón se empinaba enseguida, era una intrincada senda que atravesaba cafetales pertenecientes a familias ricas, cuyos braceros vivían en la miseria. A los pocos kilómetros, el camino se transformó en un sendero de cabras entre dos muros de follaje y lianas, el oficial detuvo el Ford Ranchero y le dijo a Don José que debían continuar a pie. Los nubarrones parecían asentarse sobre el terreno, la lluvia no cesó durante todo el trayecto, resbalaban de continuo en el barro. Cruzaron un lecho de varios arroyos que recogían las torrenteras de las montañas.

—No me preocupa que los terrenos sean de difícil acceso —dijo expulsando una nube de humo que había aspirado de un Montecristo—. Haré construir una carretera asfaltada que facilite el tránsito de camiones con mi café. Somoza estará encantado de complacerme. —Y le guiñó un ojo a Heriberto Zapata que asintió con la mano en alto porque le faltaba el resuello.

Don José, como todos le llamaban, residía en una gran mansión a las afueras de Managua, junto a las de los generales del ejército, en la carretera que conducía desde el aeropuerto a la capital. Nunca regresó a la nueva propiedad. Al frente de la misma, colocó a Honorato Ruíz, hombre de confianza. Medía como dos peones, uno encima del otro; lucía siempre una cazadora de cuero marrón con el logo del ejército del aire de la Marina estadunidense, pantalones de camuflaje, un revolver colgado de un cinto repleto de balas, un sombrero de fieltro marrón con una cinta negra; y calzaba botas camperas de media caña. Estaba acostumbrado a mandar sin que nadie le replicara, y los peones, unos cincuenta, entre hombres y mujeres, le temían porque era despiadado. Gente de resecos huesos a flor piel, invadidos de barro, de ropas desgastadas y pies descalzos, la mayoría aquejados de fiebre, malaria o disentería.

Honorato Ruíz vivía con su mujer, una mulata espléndida, de grandes pechos; y un mastín que le acompañaba siempre, en una inmensa casa de madera de una sola planta, rejas de hierro forjado en las ventanas, una gran puerta maciza de roble y un tejado a dos aguas de tejas rojas, cuya chimenea siempre echaba humo con olor a churrasco. La casa disponía de agua corriente y electricidad que Don José hizo traer en su día sobre postes que bordeaban la nueva carretera.

Siete colinas de distintos tamaños constituían el núcleo de la hacienda; formaban un valle atravesado por un riachuelo de aguas bravas. En semicírculo, a mitad de la cuesta, se encontraban las barracas de los peones. Y alrededor, por doquier, las plantaciones de café que invadían cada pulgada de terreno, mezcladas, a su vez, con la selva que las abrazaba.

El día que Mariano Fuensanta fue a pedir trabajo, el encargado le dijo que pagaban dieciséis córdobas por día[1], y doscientas cuarenta córdobas[2] en semillas, cada seis meses. Dos años después, el 22 de junio de 1960, nació el hijo menor, Hipólito, en una de las miserables chozas habilitadas para los trabajadores. A los tres años, una viruela le dejó la cara marcada y estuvo a punto de matarle, como a su hermano Joaquín, cinco años mayor que él. En cuanto tuvo conocimiento, Hipólito Fuensanta supo lo miserable que era su vida y la de su familia. De niño nunca estuvo escolarizado y junto a los hermanos trabajaba tanto como los mayores, incluida la madre, de sol a sol, sin distinción en días, semanas o meses. El 13 de marzo de 1971, el hermano mayor murió de pulmonía, tras haber trabajado, con el resto de la familia, cargando sacos de café de La Malvarrosa a un convoy de camiones estadunidenses, bajo una tormenta que se mantuvo activa durante toda la jornada de trabajo.

—Os voy a joder a todos —les había gritado Honorato Ruíz—, como no esté terminado antes del anochecer. A nadie le sienta mal un poco de lluvia, gandules.

Tiempo después Mariano Fuensanta intentó capitanear la reivindicación de los peones con el propósito de obtener mejores condiciones de vida y un salario digno. Una madrugada de enero de 1974, Heriberto Zapata embistió contra la puerta y le sacó a empujones. Gabriela y sus hijos, amedrentados, salieron a la calle y vieron como el oficial de la Guardia Nacional y Honorato Ruíz  que llevaba el revolver en la mano arrastraban a Mariano Fuensanta por los brazos. Tras ellos, el gran mastín gruñía enseñando los dientes. Nunca más supieron de Mariano. La madre, viéndose en la necesidad de alimentar a los hijos, le rogó a Honorato Ruíz que les permitiera seguir trabajando en la hacienda, a lo que él contestó:

—De acuerdo, pero debéis recoger los mismos kilos que cuando tu marido estaba con vosotros. ¿Oíste? No será difícil porque era un vago y un inútil.

Todos se tragaron las lágrimas y la rabia, y se esforzaron en que no notara la ausencia del padre. Varios meses después el mastín apareció ahorcado de una de las ramas del gran árbol de ceiba que había junto a la mansión de madera. Nadie supo quién, ni de qué modo, lo habían acometido, era imposible acercase al animal sin que este atacara. Los hermanos volvieron la vista a Hipólito, que entonces contaba catorce años de edad; sonreía con mirada de hiena, pero a ninguno se le pasó por la cabeza que había sido él porque consideraban que no tenía agallas para semejante proeza, puesto que siempre evitaba las peleas y se escondía.

Honorato Ruíz reunió a todos los peones frente a la gran casa de madera y desde la balaustrada del porche los conminó a que denunciaran al culpable si no querían sufrir las consecuencias; todos se mantuvieron cabizbajos con la mirada fija en el suelo, convencidos de que el culpable no se delataría a sí mismo y el castigo caería inexorablemente sobre todo el grupo pero, como era tiempo de cosecha, Honorato Ruíz se abstuvo de represalias porque necesitaba que el trabajo no bajara el ritmo. Enterró al perro junto a las casas de los peones como advertencia de que el asunto quedaba pendiente de represalias.

A partir de aquel momento Honorato Ruíz comenzó a advertir pequeños hurtos dentro de la casa, sin que nunca se descubriera quién era el autor. Un domingo el dinero que tenía en un pequeño cofre para pagar a los peones desapareció y, con él, Hipólito Fuensanta. Convencido de que había sido el adolescente, llamó a la madre y a los hermanos y, tras azotarlos con una vara de mimbre, los echó de la hacienda con la promesa de matarlos si los volvía a ver.

Heriberto Zapata  recibió la orden de decretar la búsqueda y captura de Hipólito Fuensanta, pero este ya se había unido a la guerrilla del Frente Sandinista, se había convertido en un miembro de la nueva familia y había abandonado el territorio hacia los montes del municipio de León, al nordeste del país. En enero de 1975 participó en el ataque al cuartel de la Guardia Nacional de Weslala, tomado al asalto. Fue la primera vez que Hipólito Fuensanta saqueó a los muertos: guardaba los dientes de oro que arrancaba a los guardias en un pequeño saco; en ambos brazos portaba los relojes, uno encima del otro. Luego todo eso lo mal vendió.

Seis meses después cumplió quince años.

En julio de 1977, tras la retirada de la Guardia Nacional y la toma de la ciudad por los sandinistas, se constituyó el comité de Coordinación y Reconstrucción del Municipio de San Ramón con la misión de regular las necesidades de la población civil. Después de que los milicianos sandinistas tomaran al salto el cuartel de La Guardia Nacional, en una casa que hacía funciones de cárcel, interrogaban a los detenidos.  Los ojos de todos ellos denotaban temor, o, mejor dicho,  evidenciaban la posibilidad de la muerte. Se había decretado que todo prisionero acusado de ser mercenario recibiría la ejecución inmediata. Hipólito Fuensanta siempre se ofrecía voluntario para ejecutar las sentencias llamadas eufemísticamente “sin dolor”, mediante el tiro en la nuca. Colocaba la pistola junto al oído del prisionero que con los ojos vendados se encontraba de rodillas; le golpeaba en la sien y disparaba al aire. El condenado caía aturdido hacia adelante sin entender qué pasaba, preguntándose si estaba vivo o muerto. Hipólito Fuensanta esperaba con el dedo índice en los labios, solicitando silencio a todos los testigos de la malvada representación; cuando el infeliz se incorporaba, le disparaba en la nuca y soltaba una carcajada, coreada por los presentes.

En la madrugada del 2 de agosto de 1977 se inició un incendio en la casa del responsable de La Malvarrosa. Honorato Ruíz, la mujer y el hijo de cuatro años, morían calcinados al no poder abrir la gran puerta de entrada. Alguien la había atrancado desde afuera colocando una barra de hierro atravesada. Nadie dudó que Hipólito Fuensanta hubiera tenido algo que ver, porque los peones no le habían olvidado, y se había creado la merecida fama de hombre sin piedad, por todos los territorios que el Frente Sandinista conquistaba.

Su compromiso con la revolución hizo que se ganara la simpatía de los comandantes, por lo que, tras el triunfo y la llegada al poder, le respaldaron para que fuera admitido como miembro militante del Frente Sandinista de Liberación Nacional, lo que le habilitó para ocupar cargos en la nueva administración de Nicaragua. Rápidamente solicitó el puesto de delegado del Frente Sandinista en la ciudad de El Rama, puerto de entrada de los buques que, desde La URSS y Cuba, transportaban alimentos y armas para la revolución. Expropió la gran casa, junto al puerto flotante, del representante de la compañía naviera que controlaba los atraques, y pronto impuso su ley: los capitanes de los buques le suministraban cajas de ron y cajetillas de tabaco cubano; vodka, latas de caviar y de cangrejo ruso que después revendía en los hoteles, restaurantes y pulperías de todo el país, amasando en poco tiempo una gran fortuna. Había conseguido todo aquello por lo que había luchado en la vida, y era envidiado por todos.

[1] Cincuenta céntimos $.

[2] ocho $.