ROJO DE LABIOS

Mati, mi hermana mayor, estuvo durante toda la guerra, ahorrando unos cuartos para comprarse un carmín. Veía a las actrices en el cine, con esos labios gruesos y rojos y mi hermana pensaba que cuando todo terminara, ya habría ahorrado lo suficiente como para comprarse también esa barra de labios de las películas. Costaba quince pesetas y ya tenía dos.

Yo sabía ese secreto y muchos más; que estaba enamorada de Eladio, el chico que regentaba la farmacia, moreno, huesudo y con los ojos marrones que sonreían.

Matilde era la chica más guapa del barrio. De pequeña le había dado una polio, su pierna derecha era un poco más delgada y cojeaba ligeramente, pero eso no le restaba atractivo. Todos estaban medio tontos por ella. Ricardo el de la taberna, le regalaba siempre un poco de café, con la excusa de que mi madre tenía baja la tensión y Mati se lo agradecía sinceramente, remendando sus manteles una y otra vez.

Mati era una buena costurera, mientras cosía, suspiraba por el Eladio y por todas las cosas que tenía pensado hacer cuando todo estuviese calmado. Eladio venía de vez en cuando a casa, a traer preparados de bicarbonato para el estómago de mi madre, que desde que empezó la guerra, le habían venido unos grandes ardores. Aunque yo creo que era el hambre. Mi madre se llenaba la barriga de sales y decía que se sentía mejor.

Hablaban de cómo era Madrid antes, aunque yo siempre lo había conocido medio destruido, porque apenas salía de la pensión de estudiantes donde vivíamos y que era de mis padres. Ya no quedaba nadie en las habitaciones y mi padre estaba en el frente. Mati, mi madre y yo, hacíamos lo posible por salir adelante. A veces nos jugábamos la vida en las colas de las cartillas de racionamiento, porque podía haber un ataque en cualquier momento y por la noche, cuando sonaba la sirena, Mati y yo nos íbamos a la cama de mama y así pasábamos el mal trago, abrazados y temblando. Ya no íbamos al refugio, aprendimos a vivir así.

Cuando se pasaba Eladio por casa, mi hermana se atusaba un poco el pelo en el espejo que había a la entrada, antes de abrirle la puerta, y escondía la pierna mala detrás de la buena y Eladio le llamaba de usted y siempre trataba de encontrar un momento para hablarle de sus intenciones:

—Si usted me aceptara, yo me sentiría dichoso…—comenzaba diciendo él.

—Eladio, ya habrá mejor momento, cuando acabe todo esto, cuando termine la guerra —le decía mi hermana.

—Sí, Matilde, tiene usted razón, ya habrá momento—decía obediente.

Pero después de unas semanas al verla tan rubia, con su nariz chata y sus ganas de soñar, Eladio se lanzaba sin remedio a cortejarla, e incluso había llegado a hablar con mi madre sin ocultarle ya todos sus sentimientos.

—No insista usted, decía mi madre—Matilde es muy sensata—no hay que precipitarse, no son tiempos, Eladio.

Una mañana irremediablemente, al cumplir la edad, fue llamado al frente.

—Matilde, ¿me escribirá usted?

A mi hermana, se le despertó el corazón que lo tenía dormido por las necesidades y por el miedo.

Una vez se marchó Eladio, no cesaba de hablar de su paciencia, y de que era un caballero. A mí me parecía que el mundo estaba al revés, que ahora había que escribir a papá y a Eladio, y estaban en distinto bando como si en algún momento hubiéramos sido enemigos.

A veces cuando me confundían estas cosas me iba a jugar con los muchachos y me escondía entre los escombros, como si yo también fuera un soldado. Después de matar a todos los malos y ser un héroe subía y miraba la caja de secretos de mi hermana, como si abriera una puerta, a otra vida que hubiéramos querido vivir. Ya tenía seis pesetas, casi la mitad, y me alegraba por ella, y debajo del dinero, estaba una foto del Eladio, con sus frascos de botica, su pelo engominado y sus ojos que sonreían.

A mi lo que me gustaba de Eladio era que cuando subía a casa, y le ofrecíamos una achicoria o una café si había, lo saboreaba despacio, mientras me contaba cuentos e historias de antes de la guerra, o que había oído en la radio. Me parecía ver esos buenos trajes de paño y los helados, e incluso las castañas, hasta casi podía olerlas de lo bien que contaba las cosas.

Poco a poco Eladio dejó de escribir, no sabíamos nada de él.

Habían pasado muchos meses, y echaba de menos sus relatos.

Pensábamos lo peor, porque la guerra llegó a su fin y Eladio no aparecía.

Una tarde, nervioso por el hambre, me fui a jugar con los chicos al escondite y conté hasta cien, levanté la cabeza y vi a Eladio en la cola de la cartilla, estaba mucho más delgado y tosía casi todo el tiempo. Me acerqué a saludarle y le di un abrazo fuerte de la alegría que me dio verlo. Sentí sus costillas y su cuerpo endeble.

Yo le pregunté sin palabras, porque le miraba extrañado.

—Cuando me cure iré a visitaros—¿Cómo está Matilde? —dijo él.

No acertaba a creerme que le estaba viendo. No le sonreían los ojos, como si estuviera a punto de llorar.

A mi no me salían las palabras de la boca.

Espontáneamente le conté que mi padre había vuelto y que mi hermana ya tenía las quince pesetas para comprarse una barra de labios, pero ahora que había terminado la guerra, no la encontraba por ningún sitio. No había nada.

Eladio sonrió y me alegré de haberle hecho al menos sonreír.

Aunque le prometí a Eladio no decirle a mi hermana que le había visto, se lo solté en cuanto subí a casa. A Mati se le encogió el corazón. Fue corriendo a llamar al médico y en busca de Eladio.

Le encontramos en su cama con fiebre y tapado con un abrigo raído, temblando como un cordero. Mati me dejó con él y fue a coger las quince pesetas del carmín, y le dio al médico el dinero para que trajera medicinas del mercado negro.

El doctor arrugaba mucho la cara, dijo que necesitaba otros aires, que era demasiado tarde, que tenía una tuberculosis de caballo y que poco se podía hacer.

Eladio entre sueños le hablaba a Mati: que ahora ya era el momento, que había pensado en ponerla una academia de modistas, que juntos vivirían muy felices. No dejaba de preguntarla si de verdad había acabado la guerra. Mi hermana le cogía de las manos, y con un paño le aliviaba la fiebre.

—Sí, Eladio, en cuanto te cures, sí, Eladio, seremos felices—le decía Matilde sin llamarle de usted.

Yo era el encargado de despertar a Eladio, por aquello del decoro, que decía mi madre y llevarle un caldo. Una mañana, no estaba en su cama ni había dormido allí. Corrí a decírselo a Matilde, que se puso un mantón y salió a buscarle a la calle.

Le encontró por fin en la farmacia, con una vela ya consumida y rodeado de mil potingues.

En la mano, agarrotada y helada, por la muerte y el frío, tenía oculta una caja redonda de latón, con una cenefa de flores, como si fuera un pastillero y dentro el carmín más rojo que yo había visto jamás, se lo fabricó durante la noche, con glicerina y colorantes de plantas y me pareció que yo no entendería jamás el mundo.