La botella de Cardhu vacía, 

o el suelo plagado de papeles arrugados, 

o la Olivetti ni con medio folio escrito en el carro, y yo me despego de otra sucesión de horas invertebradas, peligrosas e inconsistentes como medusas y que se irán acumulando en el maletín de las frustraciones mientras que, entre sombras alargándose dentro de esta habitación con vistas a un mar inquieto, inhalo y exhalo profundamente para dejar que así el aire, irrumpiendo a través de la ventana, acuchille mis pulmones 

o desborde el torrente sanguíneo, 

o alimente mis músculos, 

o riegue mi cerebro, convirtiendo la esencia de eso llamado vida en una tela de araña en donde débilmente me sostengo, porque soy esclavo de tan profundas contradicciones que apenas distingo si soy ese mediocre escritor de novelas históricas, que unos dicen, en continua lucha contra el reconocido periodista, también columnista semanal en una decena de diarios y de tres periódicos digitales, que otros soplan a mi oído, si me creo alguien en la flor de la vida: deportista, conquistador, exquisito gourmet, en contraposición con el cincuentón aficionado a la bebida y a otros placeres inconfesables que se asoma a una pendiente vertiginosa y cada vez más inclinada, porque el mal de quererme bien me hace ser injusto con quienes me aman, porque la felicidad es tan efímera, tan volátil que no sé dejar que marche a mi lado, como tampoco sé dejar que me acompañe la noche, presentada de improviso dejando que la humedad parezca niebla rastrera bajando desde las cumbres hasta el valle con mi vista, 

o mi oído, 

o mi gusto, 

o mi tacto embotados por el alcohol, pasando de manera vertiginosa y sucesiva de estar reptando como un gusano, a volar igual que si fuera un águila imperial, a girar y girar sin parar en un desenfrenado carrusel por el que aparecen, y se quedan, frágiles lloros infantiles, gritos de desesperación ante el dolor, ardientes miradas que se pierden en lo mejor de la vida, frustraciones profesionales, risas que siempre saben a poco, junto a toda esa panoplia que nos hace ser cristales rotos, 

o frágiles ramas, 

o espuma de olas movidas por el viento, y así secuestrarnos de la única realidad que nos permitiría no aborrecer el ansioso respirar de cada día, el incesante boqueo que es nuestro santo y seña, el señuelo por hacerlo con el único fin de drogarnos con más preguntas sin respuesta y con las que cualquier hombre sustentado por nuestro atávico miedo conseguiría restablecer el orden natural pero que yo, con mi sesera como una esponja empapada en güisqui y mi cuerpo no solo alambicado de licor en cada una de las gotas de sudor que desbordan los poros de la piel sino magullado en pasadas batallas como esta, intento sublevar una y otra vez —porque sé que ese miedo es el que nos ha llevado a inventar todos los cuentos, esos que algunos denominan creencias— haciendo por prescindir de todas estas emisiones irrespirables de anhídrido carbónico, 

o de descomposición por ácido sulfúrico, 

o de metano con el que se cubre el averno, del río de lava que atraviesa mis pensamientos, del terremoto que me convertiría en barro y cenizas, intentando fijar mi aturdida atención en el discurso del que antes solo fui capaz de juntar unos pocos renglones, pudiendo solamente añadir incoherentes y rancios razonamientos, 

o débiles argumentos, 

o filosofía barata de consumo fácil y rápido como le gusta a esta sociedad mercantilista, 

o morbosa con el dolor, 

o en nada solidaria con los menesterosos, y que espera mis opiniones como si yo fuera un gurú que supiese impartir contundentes remedios a su infelicidad, sin darse cuenta del naufragio y de la impotencia cuando mi editor, ese colega que acomodado en su sillón de jefe siempre te susurra el imperativo de qué escribir o no con la persuasión de su cargo, esta semana me sugirió que lo hiciese acerca de las contradicciones, de esas, como respondí sin reflexionar en cuanto al otro lado del auricular lo escuché, de las que soy todo un experto, pero también sin comprender que tras una tarde y consiguiente noche ya adentrándose en la madrugada, tras emborracharme de impotencia con una graduación alcohólica de cuarenta y dos grados, 

o tras vomitar toda mi amargura, 

o sangrar con cada espina presente en esta maldita flor, la primera incoherencia con la que me topo gana esa batalla, me anula en cuanto me estrello ante lo que no soy pero que, sin duda, algún día seré, incapaz, hasta este momento pero me temo que durante mucho tiempo más, de continuar escribiendo tras haber tecleado con dedos nerviosos la única frase que figura ante mis ojos: 

«No hay mayor contradicción que el vivir condenado a morir, 

o a perder a cuantos amas, 

o a que todo cuanto ahora ves, 

o sientes, 

o imaginas, algún día desaparecerá».


 ( incluido en el libro de relatos: Hojas Incendiarias