Pantalones cortos, algo más de un metro de estatura, las uñas sucias y los libros del colegio en la mochila. Corre entre el barro, salta sobre cada charco y en ocasiones cae en alguno. Entonces, ríe, sintiendo que la felicidad es el golpe seco de su zapato sobre el agua sucia, es el hacer cuanto quiera sin importar el después. 

Al alcanzar la calle, tras cruzar el descampado, se sacude los pantalones y golpea con fuerza el suelo. No para estar menos desastrado, no para evitarse la regañina —que no la evitará— sino porque se siente pesado y pegajoso por el lodo acumulado.

Nota una punzada en el estómago y la imagen del pan junto a las cuatro onzas de chocolate que su abuela le habrá preparado, acuden de inmediato a él. Deberá darse prisa, al entretenerse atravesando solares vacíos está comprometiendo otro castigo y el hambre, junto a su ansia por lo  dulce, no se lo perdonarían.

Arranca a correr, y entre dos coches que apenas le dejan sitio para pasar, atraviesa la calzada solo pensando en el bocadillo. No oye el chirriar de neumáticos, el estruendo de la sirena del coche de policía y menos aún cuando este embiste al vehículo que circula muy deprisa delante, desplazándolo de costado hasta ese lugar.

El ruido de la chapa arrugándose, los trozos de cristales que saltan disparados en todas las direcciones, las explosiones secas del motor, lo pillan alargando su zancada para patear otro charco, esta vez formado sobre un pequeño socavón del asfalto.

Humo y gritos coinciden con su pisotón y, aunque algo contrariado por el estruendo, ignora el caos que se ha producido muy cerca de él. Vuelve a reír y sigue corriendo sin parar en pos de la merienda.


 ( incluido en el libro de relatos: Hojas Incendiarias.)

¡Voy a mandar a todos los escritores a la porra!