Tino no se ha movido del rincón durante las últimas horas. A veces durmiendo, en otras despierto. Ha anochecido y la habitación parece haberse cargado de un manto de plomo. Cuando alguien se mueve, la luz de los velones que hay junto al amo le hacen ver unas sombras sobre las paredes. Son alargadas y temblorosas. Tino abre mucho los ojos y  las acecha hasta que aquella danza se funde y las figuras desaparecen. 

Durante todo el día no ha dejado de escuchar un murmullo de voces. Sigue oliendo al amo, sabe que está dentro de la caja, pero ese tufo que no le gusta es cada vez más fuerte. Algo le dice que ese olor no es bueno y que él no debería permanecer en la habitación. Sin embargo, no puede salir de allí, debe permanecer con su dueño aunque de la boca de este no salga palabra alguna.

Por una de las ventanas ve como las primeras luces del alba empujan la oscuridad hacia las esquinas de la habitación. El cansancio le hace entornar los ojos. Vuelve a soñar con el mismo mar, con los mismos juegos de antes.

Un torrente con muchos haces de luz se empiezan a filtrar por la persiana a medio bajar. En la habitación ya casi no queda nadie. Ha escuchado como entraban en la casa unos hombres. Van hasta ese lugar. Retiran sillas. Apagan las velas. Alguien ha subido las persianas y aquel foco permite ver millones de motas de polvo corriendo por él. Incluso sobre el rincón dónde Tino se encuentra. 

Los hombres intercambian frases entre ellos. Son enérgicas y rápidas. Ya no escucha murmullos ni lloros.

Se ha sentado. Ve cubrir con algo la caja y como, entre varias de esas personas que entraron, la cargan sobre los hombros. Se dirigen a la entrada. Sin que nadie escuche sus pasos, los sigue. Tino y los hombres salen a la calle. 

El sol, que no hace tanto asomó por el horizonte, es como una gran llamarada. Tino siente que el aire es cálido. Muy tieso sobre sus patas, levanta un poco la derecha y adelanta la cabeza. Quieto como una estatua que hubieran esculpido un instante antes de echar a correr. 

Ve como introducen la caja en la parte trasera de un automóvil. A continuación, también los ve cerrar el portón levantado y se sobresalta cuando las ruedas empiezan a girar.

No lo duda, deshace la figura y galopa tras ellos. Por fortuna, son muchos más los vehículos que marchan a continuación del primero. Eso, y el circular por estrechas calles junto a algún semáforo en rojo, le permite no perderlos de vista siguiendo el rastro de su amo.

Tino sabe que está en la caja, aunque aquella mezcla pestilente todavía le confunda. Lleva la lengua fuera y las babas chorrean abajo del belfo. En los ojos se le forma una cortina acuosa por el roce del viento. Corre todo lo deprisa que puede cuando la comitiva acelera. Es su olfato el que lo guía las tres veces que los pierde. La última, poco antes de haber cruzado una verja y entrar en un recinto rodeado por una tapia mohosa. 

El lugar está plagado de puntiagudos cipreses, de algún pino y de enrojecidos prunos. Allí, en las calles no caben más de dos coches y no hay casas, tampoco hay luces que los hagan detenerse. Sin embargo, se alegra cuando comprueba que empiezan a rodar más despacio. Eso le permite alcanzarlos sin correr muy deprisa. Poco a poco, su jadeo deja de ser exagerado.

Son muchas las personas que bajan de los automóviles. Tino serpentea entre ellos hasta que se sitúa cerca de la caja. La acaban de sacar del auto en el que estaba. No entiende porqué no la abren ni porqué le sigue llegando esa mezcla de olores que le desconcierta. Al acercarse un poco más, ve un montículo de tierra húmeda y, un par de pasos después, un gran hoyo. Se sienta sobre los cuartos traseros y espera. Todos miran hacia el negro cajón, ninguno lo abre. No sabe lo que ocurre pero le huele a tristeza y a lágrimas. También parece como si su estomago estuviera hueco, algo que nunca antes sintió. Esa misma agitación interior le lleva a desplazarse nervioso por uno de los costados de la caja, a olerla arriba y abajo. Con suavidad, una mano femenina lo acaricia y lo agarra por el collar.

Esa misma mano lo retiene con fuerza cuando, tras sujetar la caja entre cuerdas, unos hombres la van dejando caer por el agujero. Tino hace la intención de ir tras la caja sin poder dar un paso y haciéndose daño en el cuello. Suelta un ladrido seco y agudo con las primeras paletadas de arena. Se convierte en un gemido, como si sangrara por una herida, y termina siendo un leve aullido porque cada vez más el olor de su amo se difumina entre otros.

 

(Continuará)

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