Me la encontré en el pasillo del hospital. Yo había salido necesitado de desprenderme de aquel ambiente de dolor y pesimismo. Además, mi mujer no paraba de llorar y rogar. Todo muy repentino, como si no lo esperara. Por eso, ver a aquella joven en el pasillo me distrajo. Digámoslo con claridad, con valentía: me agradó. Aunque llevaba la blusa del hospital, su sonrisa inspiraba, curiosamente, salud, alivio. Así me sentí, aliviado. Me dijo que ella también había sentido la necesidad de salir de su habitación, que ya no le veía sentido a permanecer ahí dentro. Hablamos mientras caminábamos hacia el fondo del corredor. Me sorprendió su familiaridad. De pronto, me vi como un jovenzuelo ligando en mis tiempos de universitario. Amanda, me dijo que se llamaba. Amanda, qué nombre tan bonito, pensé.  Me cogió de la mano y continuó hablando como si fuéramos novios.  Que una belleza como aquella me cogiera de la mano me hizo sentir halagado y sonreí imaginando la cara de mi mujer si nos viera en aquel momento. Pero no nos vería, estaban todos demasiado ocupados llorando.

¿Vienes?, me dijo. ¿A dónde?, pregunté.  No lo sé, abramos esta puerta y vayamos más lejos a ver qué hay. Explorar el hospital más allá de sus habitaciones y de su cafetería me resultó una idea deliciosa. Asentí y abrimos la puerta juntos. Era hermoso. Desconocía que los hospitales tuvieran departamentos tan bien decorados. Fue entonces cuando un ruido, como unos timbales lejanos, me distrajo de su conversación. Cada vez sonaban más fuertes, aunque solo en mi cabeza porque ella me decía que no oía ningún timbal. Algo debía ir mal. Me puse nervioso, no sé, pensé en mi mujer, en mis hijos y le dije que debía volver a la habitación. Se entristeció pero no insistió. Ya nos veremos, me dijo. Corrí hasta alcanzar la habitación. El llanto había cesado. Todos miraban expectantes a los enfermeros que trataban de reanimarme con un desfibrilador. Comprendí entonces lo que estaba sucediendo y supe lo que debía hacer. No obstante, dudé. La sonrisa de Amanda seguía muy presente en mi ánimo.

Carlos Roncero