Confieso que me maté.

Que sin saberlo y sin pensarlo dos veces, me precipité sobre unos brazos en modo de acantilados y caí ajena a lo que iba a venir.
Sin saber la sequía que supondría para mi cuerpo haber malgastado tantas lágrimas en algo que no valía la pena.

Se derritieron mis polos, mis océanos crecieron e inundaron mis ciudades. Mi capital estaba completamente devastada y yo me hallaba en la cocina. No reconocía mis calles, ahora inundadas por agua salada, por frustraciones derramadas y vestidos sucios.
Me suicidé como se suicidan los que quieren seguir viviendo, pero de otra manera. Sí, me suicidé. Me arrodillé intentando salir de la pesadilla en la que me habías sumido.

Tu conciencia estaba tranquila aun a sabiendas de que habías acabado conmigo. No disparaste. Tampoco te hizo falta. Tus hechos lo hicieron. Me dispararon ellos.
Los celos. La desconfianza. Tus manos en mi cuello. Y todo lo que hacías con la luz apagada inundado en alcohol. Me suicidé por no salir de ti, por quedarme, por convertirlo en obligación. Me maté, me asesiné, me suicidé, acabé conmigo.

Un segundo antes de vaciar todo el aire de mis pulmones, ese instante en el que pataleaba presa del miedo y de la histeria, en ese preciso momento en el que tus manos apretaban más y más mi cuello como si la vida te fuese en ello… Justo ahí, me di cuenta de que no era verdad. Yo no me maté. Yo era feliz. Yo era una chica normal. Con sueños. Con inquietudes. Con ganas de comerme el mundo, cuando, en realidad, era el mundo el que me comía a mí. Eran tus manos quienes acababan conmigo. Era tu cerebro enfermo quien me asesinaba. Era tu locura machista quien acababa con esa vida que me quedaba.

Me has arrebatado del mundo, de mi familia, de la vida con la que soñaba.
Me has matado y no entiendo cómo esto sigue pasando.
Solo quiero que sepas que tú no eres mejor que yo ni que nadie.

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