Estaba casi lista cuando recibí el mensaje de Ricky comunicándome que me esperaba en el portal. Por poco me había vuelto loca buscando qué ponerme en aquella cita improvisada. Mientras lo hacía fui consciente de la cantidad de meses que llevaba sin salir con nadie. Lo cierto es que tenía el armario a rebosar, pero me veía con nada. No encontraba un término medio: demasiado de trapillo o hecha una señorona. No te rías, mamá, pero vestida de tiros largos me parecía un poco a ti. Llevaba probado medio armario cuando por casualidad me topé con un vestido negro muy sencillo que hacía un par de temporadas que no me ponía. Lo tenía arrinconado porque las últimas veces que lo había llevado me apretaba demasiado y me marcaba tripa, algo que, como ya sabes, aborrezco con todas mis fuerzas. Pero como en los últimos meses había adelgazado un poco me volvía a quedar ponible.

La tormenta hacía horas que había diluido su furia hasta esfumarse por completo y cuando bajé a la calle me encontré con una noche serena. Yo, en cambio, estaba muy nerviosa y mi dolor de estómago de por la mañana había ido a más. Todavía sentía cierta prevención hacía Ricky, aunque no paraba de decirme a mí misma que no había ninguna razón, que estaba entrando sin remedio en otra de mis paranoias y luchaba contra mí misma para desterrar aquella idea loca que llevaba amargándome el día. Sin embargo, en cuanto salí del portal, una luna espléndida y suavemente irisada me transmitió sosiego. Siempre he sentido una extraña fascinación por el astro nocturno. ¿Recuerdas, mamá? Solías llamarme lunática cuando de pequeña me pasaba las horas muertas mirándola por la ventana.

Ricky se acercó y me saludó con un par besos. Al contacto con él me sentí abrumada, electrizada, paralizada, qué sé yo… Todo aquel cataclismo lo provocó su fragancia que en aquel momento fui incapaz descifrar: tal vez de hombre limpio, recién duchado; de cierta marca de tabaco o perfume que no supe o no quise reconocer; puede que a bosque, a lluvia, a mar… Lo cierto es que me recordó de manera irremisible el olor de papá que debía de llevar una eternidad sepultado en mi cerebro inconsciente, pues nunca había sido capaz de evocarlo por mí misma a pesar de haberlo intentado en ocasiones con todas mis fuerzas. Sin embargo, me dolió que me hubiera sobrevenido de aquella manera, tan de improviso y sobre todo, tan a mi pesar. Me pareció un golpe bajo, aunque no quise culpar a Ricky, que por supuesto no podía tener ni idea de todo lo que había desatado en mi interior. Me separé de él temblando como una hoja y tratando de ocultarle mi turbación.

—¡Madre mía, Sandra! Deja que te mire. Si estás que crujes —dijo tomándome de la mano y haciéndome girar en redondo.

Detesto que me halaguen por mi aspecto no solo porque me perece superficial, sino además, porque no creo merecerlo. A mis treinta años sigo siendo una mujer tímida e insegura. De sobra sabes que tengo muchos complejos y nunca me veo lo bastante bien. Cuando alguien me mira, aunque sea con admiración, como ocurrió aquella noche, me siento vulnerable. Entonces aún creía que se trataba de una batalla perdida sin remedio y que seguiría siendo una acomplejada durante el resto de mi vida.  Pero eso va a cambiar a partir de ahora, te lo prometo, mamá. Estoy poniendo en ello todas mis fuerzas.

—Gracias, tú tampoco estás nada mal —contesté ruborizada y tratando de quitarme del foco de atención.

Era cierto, estaba muy guapo y elegante con aquel traje gris marengo. Además, con esa  barba tan casual me recordó Hugh Jackman, uno de mis actores preferidos. Ricky abrió la portezuela trasera y me invitó a pasar al coche. Me resultó extraño que viniera a recogerme con el coche oficial. Pero como yo no estaba al tanto de los usos y costumbres de los políticos de turno, me abstuve de hacer ningún comentario.

Era hora punta, el tráfico estaba imposible y tardamos mucho más de lo previsto en llegar al Palacio de las Artes Reina Sofía, que era donde tendría lugar la representación. Por suerte, enseguida pude comprobar las ventajas de llevar chófer. Nos dejó muy cerca de la entrada principal y se marchó Dios sabe dónde y ya no tuvimos que preocuparnos más por el coche.  Al final me pareció que había sido buena idea, porque llegábamos con el tiempo justo. Demasiado tarde incluso para alguien como yo, que no da demasiada importancia a ese asunto tan sobrevalorado de la puntualidad. No te rías, mamá, que la frase no es mía, en realidad es made in Raquel.

Yo estaba acostumbrada ver La Ciudad de las Artes y las Ciencias como parte del paisaje urbano de la ciudad, pero lo cierto es que hasta aquella noche no había pisado jamás ninguno de sus edificios. A pesar de los andamiajes presentes a causa de las obras de reparación, y que afeaban el conjunto, me subyugó el aspecto imponente de esos edificios tan futurista que hacía ya unos años que habían cambiado para siempre la faz de la ciudad. La iluminación los realzaba todavía más y les daba ese aspecto de postal que a día de hoy todo el mundo tiene en la retina. Sin embargo, no pude recrearme, ya que entramos a toda prisa.

La sala principal, que era donde se representaba la ópera, me sorprendió por su aspecto monumental y orgánico. La pared del fondo era como una concha gigante que quisiera engullir el escenario y también a los espectadores. Llegamos tan justos de tiempo que apenas unos segundos después de sentarnos se cerraron las puertas y se apagaron las luces. Nuestras localidades eran de las mejores: lo bastante cerca del escenario y con una excelente línea de visión. Pensé que le habrían costado un dineral, pero Ricky acabó por confesarme que se las habían regalado a cambio de un favor personal —pago en especie lo llamó—. Aquello me decepcionó un poco, ya que había pensado de antemano que habría buscado las entradas para mí y no al revés, pero estaba demasiado entusiasmada por estar allí como para darle mayor importancia a aquel detalle.

Las cerca de tres horas que duraba la obra con sus correspondiente descanso se me pasaron volando. La soprano cumplió con creces. La réplica en el papel de Pinkerton se la daba el español Domingo Valls, que también estuvo sensacional. Durante la última escena Korsakova hizo todo lo que sabía y el público la obsequió con una gran ovación. Yo no pude evitar que se me saltaran las lágrimas en aquel momento, sobre todo al acordarme  de papá. Pensé en lo mucho que habría disfrutado de haber tenido la oportunidad de asistir, aunque solo hubiera sido una vez, a una representación como aquella. El pobre se limitaba a escuchar sus discos de ópera en aquella antigualla que guardábamos como una reliquia y que verdaderamente lo era. Sabes que nunca consintió en comprar un reproductor de cedés de esos modernos, que por entonces ya los había a un precio asequible. Y mucho menos se permitió el lujo de acudir a un teatro. Lástima, quizás si hubiera sabido lo que le esperaba a la vuelta de la esquina no hubiera sido tan austero y se hubiese concedido algún capricho que otro.

Me pilló de sorpresa que luego me llevase a cenar, ya que no me había dicho nada. Me di cuenta de que pretendía impresionarme y aquello me halagó. Como te he dicho, llevaba mucho tiempo sin salir con un hombre. Eligió un restaurante llamado La Mascarada, en pleno centro, muy cerca del Mercado de Colón. Yo, aunque conocía bien la zona, nunca había estado allí. El nombre me pareció de lo más apropiado, ya que la decoración era absolutamente teatral y barroca con pesados cortinajes cubriendo las ventanas y un millón de máscaras venecianas adornando las paredes. Me sentí agobiada en aquel ambiente tan recargado y de repente me dio por pensar en lo extraño que estaba resultando todo aquella noche.

Antes de sentarme pasé por el baño y pude comprobar que mi maquillaje no había sufrido grandes desperfectos a pesar de alguna que otra lagrimita derramada durante la función. Aun así me lo retoqué a toda prisa, respiré hondo y salí de nuevo al comedor donde Ricky ya me aguardaba sentado a la mesa tomándose una caña. De fondo sonaba My way en la voz de Sinatra. Pensé que un sitio como aquel le pegaría mucho mejor como música ambiental algo de Bach o de Vivaldi. Pero quién soy yo para meterme en los gustos musicales de nadie.

En cuanto llegué, Ricky se levantó y me retiró la silla para que pudiera sentarme. Estaba desconcertada ante tanta galantería. Carlos nunca se había molestado en dispensarme aquel tipo de atenciones. Es un buen tío, siempre lo he sabido, pero nunca había sido detallista, al menos conmigo. Y para ser sincera tampoco lo había sido ningún otro.

—¿Te pido algo de aperitivo? —dijo Ricky, otra vez tratando de adelantarse a mis deseos.

Miré de reojo su cerveza. Sin embargo, terminé decantándome por un Martini Bianco, que como sabes es uno de mis cócteles favoritos. Él se apresuró a pedir al camarero llamándole por su nombre, Mike. Mike trajo el Martini junto con la carta. Como aquel sitio era nuevo para mí decidí dejarme llevar por Ricky que parecía ser cliente habitual. Sin pensarlo demasiado pidió un menú degustación para dos.

—¡Te va a encantar! ¡Ya lo verás! —¡Pobre! Si hubiera sabido lo que me dolía el estómago aquella noche en particular y conocido mi desinterés por la comida en general, probablemente no se hubiera tomado tantas molestias en aquella primera cita.

—Estoy  convencido de que a la señora le gustará mucho —ratificó Mike con un extraño acento que no acerté a identificar del todo. Tenía algo de parecido al francés sin terminar de serlo—. El menú degustación incluye las mejores especialidades de la casa. Es una apuesta segura —insistió con la mejor intención.

En aquel momento, Sinatra acometía los primeros acordes de Strangers In The Night. Traduje la canción mentalmente: «unos desconocidos en la noche, intercambiando miradas, preguntándonos en la noche, qué posibilidades había…».

Mi acompañante no escatimó en el vino y pidió un Chardonnay de las bodegas de Enrique Mendoza.

—De la terreta —me aclaró con una medio sonrisa.

No es que sea una gran entendida en materia, de vinos, pero como recordarás, es un conocimiento pasivo que se me había pegado de mi etapa con Carlos, que es el verdadero experto. No en balde, sus padres tuvieron durante muchos años unas bodegas en el pueblo y el por entonces andaba tan entusiasmado con el tema que me hizo aprenderme de memoria todos los vinos importantes de España. Nada más marcharse el sumiller, me sentí obligada a proponer un brindis para romper el hielo.

—¡Chinchín! —dije alzando mi copa hacia la de él—. Por nosotros —dije. Reconozco que es muy poco original, pero también muy socorrido.

—De verdad, Sandra, estoy muy a gusto. Me gustaría volver a salir contigo otro día.

Mike nos trajo un entrante a base de foie. Yo, que no soy especialmente amante esa delicatessen, disimule como mejor pude e hice como que comía un poco esparciéndolo todo por el plato. Ricky en cambio se lo zampó en dos bocados. Al terminar dijo:

—Entonces, ¿eres escritora de novela negra y además te gusta la ópera? ¡Qué curiosa combinación!

Enseguida llegó otro plato. Me resultó más atrayente que el anterior, de modo que pospuse la respuesta para probarlo. Mientras, Sinatra continuaba, machacón, a lo suyo.

—Pues sí, ya ves… ¿Tan raro te resulta? —repuse al fin.

—Compréndelo. Por separado ya son dos aficiones llamativas. Su coincidencia en la misma mujer la hacen fascinante. A esa mujer, quiero decir. —Noté como el color se me subía de pronto a las mejillas.

—La afición a la ópera la heredé de mi padre. La única música que sonaba en casa. Precisamente Madama Butterfly era una de sus favoritas junto a La Bohème. Era un pucciniano de pro…

—¿Has dicho: «era»?

—Así es. Murió cuando era una cría. Lo otro seguramente también es legado suyo: era inspector de policía. ¡Y de los buenos! Así que la afición por resolver crímenes debo de llevarla en los genes. ¡No te imaginas cómo lo echo de menos…! —Otra vez se me volvían a escapar unas lágrimas.

—Lo siento mucho, Sandra. De verdad. Si llego a saber que esto te iba a hacer llorar no saco el tema. ¡Joder! —dijo apurado mientras me tendía un clínex.

—No, si no pasa nada, Ricky. La culpa no es tuya. Ya se me ha pasado —dije queriendo cortar de raíz con una situación que me avergonzaba.

Bien sabes, mamá, que nunca me ha gustado llorar en público y la llegada del tercer plato me liberó de tener que seguir dando explicaciones embarazosas. En aquel momento quise cambiar la tendencia de la conversación, que únicamente estaba versando sobre mí.

—¿Y cómo va la política, señor concejal —ironicé en cuanto vi la ocasión.

—Mucho menos interesante de lo que pudiera parecer a primera vista —respondió sin entusiasmo—. Los plenos del Ayuntamiento son bastante aburridos. Un auténtico coñazo, para entendernos.

Quiso esbozar una sonrisa pero en su lugar me enseñó un colmillo en una mueca extraña que por un momento me desconcertó. Al cabo de un tiempo me acostumbré de tal modo a aquel rictus suyo tan peculiar que llegó a pasarme completamente desapercibido. Incluso creía que le acrecentaba su atractivo de hombre curtido y hecho a sí mismo.

—¿Y cómo es que te metiste en la política si no te gusta? —me animé a preguntar de nuevo. Su desmañada respuesta había despertado mi curiosidad.

—No sabría decirte. La casualidad quizás… —seguía mostrándose lacónico—. Alguien me hizo una propuesta en el momento oportuno. Fue al poco de divorciarme. Tampoco hay mucha historia detrás, no pienses…

Capté el mensaje y dejé de insistir sobre el tema. Luego supe que antes de ser concejal del cap i casal había desempeñado algún cargo la Consellería de Infraestructuras Territorio y Medio Ambiente durante los anteriores gobiernos, aunque nunca me específico cuál había sido su cargo.

Estábamos concluyendo la cena cuando sonó intempestivo mi móvil. Me disculpé por no haberlo puesto en silencio y miré de soslayo quién me llamaba a aquellas horas. ¡Menudo fastidio! ¡Por el amor de Dios! Si era Carlos. ¿Podría haber sido más inoportuno? ¡Menudo momento que había elegido! ¿Qué cosa tan importante tendría que decirme para no poder esperar a llamarme por la mañana? Traté de disimular mi contrariedad lo mejor que pude. Ese era el tipo de situaciones odiosas en las que Carlos era —y continúa siendo— un auténtico especialista en involucrarme. La verdad, a veces me desquiciaba. Rechacé la llamada y apagué el teléfono. No quería otra interrupción y mucho menos de él.

—Solo era una amiga. Nada importante. Ya hablaré con ella en otro momento, no te preocupes —me molesté en mentirle a Ricky.

En aquel mismo momento Sinatra le pasaba el testigo a un melifluo intérprete que también cantaba en inglés y al que no supe reconocer. Tampoco es que me quitara el sueño el hecho de no poder identificarlo, pero como aficionada a la música me fastidió un poco. No sé si por efecto de aquella canción soporífera a más no poder o porque simplemente había llegado el momento, Ricky y yo convinimos de manera tácita que era la hora de retirarnos. Le envió un mensaje al chófer y en menos de dos minutos ya lo teníamos en la puerta del restaurante. En el coche no cruzamos ni palabra. Me encontraba lo bastante cansada cómo para que no me incomodara en absoluto aquel silencio sobrevenido de manera repentina. Antes de despedirse me dijo que lo había pasado muy bien y quedó en que me llamaría pronto. A mí me pareció perfecto. Ese hombre había conseguido que me interesa por él, que ya era mucho más de lo que hacía la mayoría.

Al entrar en casa me sorprendió una arcada que me llevó directa al váter, fastidiando así mi buena racha de la semana. A continuación concluí con mi ritual de aseo nocturno y me dejé caer exhausta sobre la cama. Aunque antes de dormirme aún saqué fuerzas para mandarle un mensaje a Carlos: «Eres un pesado. Mañana te llamo». Luego le puse una carita de demonio. De verdad que me había fastidiado su llamada.