Era mediodía. Trataba de escribir en el ordenador, pero no me podía concentrar por culpa de lo que me había dicho papá por la noche en el sueño. Aquella frase todavía me seguían revoloteando en la cabeza: «Cuidado. Sandrita…». Su visita, lejos de apaciguar mi ánimo como solía, me había dejó intranquila y la mala noche pasada me había causado estragos. Me levanté con fiebre y dolor de cabeza. También acusaba una feroz tos perruna. La verdad es que no tenía ni idea de si había alguna relación de causa efecto entre aquellos dos hechos. Dicho en otras palabras: ¿me había hecho papá luz de gas porque ya estaba enferma previamente o el impacto de sus palabras había contribuida a que me levantara sintiéndome enferma? Fuera como fuese creía haberlo solucionado a primera hora de la mañana con un café y un ibuprofeno. Pero hacía rato que se me había pasado el efecto y el malestar volvía otra vez con toda su crudeza. Para colmo, me acababa de llamar Amalia y nos habíamos peleado. ¡Vaya mierda de día que estaba teniendo!

Toda la discusión con Amalia había venido porque aún no tenía listo el artículo para el reportaje Mujeres de éxito, del magacín Hoy tendencia. Cuando me propuso escribirlo ya le avisé de que estaba empezando nueva novela; que eso era lo más importante para mí; que necesitaba darle prioridad absoluta sobre todo lo demás; que no estaba segura de poder cumplir con el plazo. ¡Pero mira tú por dónde! Se empeñó en que tenía que ser yo una de las seleccionadas: el público, en palabras suyas, estaba ansioso por conocer mi experiencia como autora. Yo era la escritora de negro y policiaca con más éxito que ella conocía y por eso tenía que ser o yo o nadie. Era su amiga y no le podía fallar. Esos fueron  los argumentos que utilizó para convencerme Al final, claudiqué y terminé por aceptar el encargo solo por complacerla. Demasiado bien sabía ella que no daba abasto con todo lo que tenía encima. Pero ahí estaba, la muy borde, reclamándome el trabajo cuando aún no se había cumplido el plazo. Y todo, ¿por qué? Porque las memas de la arquitecta y la jueza, que también participaban, debían de estar como locas por salir en la revista y ya habían entregado lo suyo. Si no, ¿qué explicación tendría que lo hubieran hecho tan pronto?  Aborrezco a la gente demasiado complaciente. Hace quedar fatal a todos los demás. ¡Yo qué culpa tenía de que esas fueran unas bienqueda! Vale que solo faltaba yo, era verdad. Pero tenía que confiar más en mí. No tenía por qué preocuparse. ¿Es que no me conocía? ¿Cuándo la había dejado yo en la estacada? Solo necesitaba un par de días, eso era todo. Total, para enero, que era cuando tenía que salir el número del magacín, faltaba todavía una barbaridad. ¡Ay, Amalia! ¿Por qué fuiste así conmigo? Se había pasado tres pueblos.

Tenía la cabeza de nuevo a punto de estallar, así que me fui a por otro café con su ibuprofeno correspondiente. Mientras, aproveché para dar un vistazo a los titulares del día. Los tiempos estaban revueltos y cada día nos desayunábamos con un panorama desolador, aunque ahora tampoco es que la cosa rule demasiado bien, para qué vamos a engañarnos. Leí los más destacados de Las Provincias: el pacto entre Compromís y Podemos se terminaba de ir al carajo. Me preguntaba quién le echaría la culpa a quién del fracaso de las negociaciones. Por lo que se ve la desunión la izquierda es un algo atemporal, todo un clásico, vaya. La luz había vuelto a subir una exageración. ¡Otra novedad! Y por cierto, ¡qué gran eufemismo se han inventado los periodistas con eso de la pobreza energética: pobreza y punto, como la de toda la vida. Pero dejemos eso estar, que el tema daría para más de una tesis doctoral y me quedo corta. Volviendo a aquel día, me preguntaba mientras leía todas aquellas noticias descorazonadoras hasta dónde llegaría la maldita crisis. Enseguida fue otro titular el acaparó mi atención: un imputado por el caso Castor —entonces aún se llamaban así y no investigados, como ahora— acababa de confesar que conocía los riesgos de seísmo en la zona. ¡Joder…! Es que los hay con más cara que espalda. Si sería sinvergüenza el tío. Ya en nacional, la cosa tampoco mejoraba mucho: salían corruptelas varias repartidas a lo largo y ancho de la geografía española. Por último, en internacional, me di de bruces con la crisis de Siria, que estaba en todo su apogeo. A pesar de mi mal humor todavía saqué la poca empatía de la que era capaz para compadecerme de aquella pobre gente pillada en medio del conflicto. Nadie se merecía lo que les estaba pasando. Me volví a repetir mentalmente: ¡un auténtico día de mierda!

En esas estaba cuando tocaron a la puerta. Se me pusieron los ojos como platos cuando vi al al repartidor con un ramo de rosas que abultaba más que él.

—¿Sandra Rojas? —me preguntó cuando le abrí, todavía con la bata y el pijama a pesar de que era cerca de la una.

Cogí las rosas, le di un euro de propina y puse el ramo en un jarrón con agua. Luego dediqué toda mi atención en la tarjeta:

Para la mente asesina más encantadora que conozco.

Tuyo, Ricky.

Mi día se acababa de iluminar. Por las rosas, sí. Y también por un radiante sol de otoño que empezaba a colarse por el ventanal de mi cocina. ¿No dices tú que un buen sol es lo que más ayuda a levantar el ánimo?: pues eso mismo, mamá. A renglón seguido llamé a Ricky para darle las gracias. Tuve que decirle quién era porque tenía la voz tan tomada que no me reconoció. Antes de despedirnos me propuso volver a salir pronto. Muy a mi pesar rechacé la invitación a cuenta del enorme trancazo con el que había amanecido y quedó en que me llamaría en un par de días a ver si me encontraba mejor.

Por la tarde los síntomas, con excepción de la tos y la ronquera, habían remitido y me encontraba mucho mejor a pesar de que mi estómago no había admitido nada de comida. Entonces se me ocurrió que sería un buen momento para llamar a Carlos para ver aquello tan importante que tenía que decirme. Me salió el contestador con el consabido mensaje de apagado o fuera de cobertura. Lo odiaba —al contestador, no a Carlos, claro—. Pensé que tal vez se estaba tomando la revancha por lo de la noche anterior, aunque sé que entre sus defectos no está precisamente el de ser rencoroso. Puestos a mirar, yo lo soy mucho más que él.

Sabes que en el fondo Carlos y yo nos conocemos demasiado bien, ya que lo nuestro ha sido todo un despropósito de idas y venidas a lo largo del tiempo. Después de haber cortado de manera definitiva y tras unos meses de tirantez habíamos llegado otra vez a ser buenos amigos, además de colegas. Algo que, después de todo me facilitaba la vida. Aunque sé que si por ti hubiera sido, habrías estado encantada de que lo nuestro hubiera llegado a buen fin.

Haciendo memoria, Carlos y yo nos conocíamos desde el instituto. Pero algo que tal vez tú no sepas, mamá, es que no fui yo su primera elección. Antes de estar conmigo salió con Elena. De hecho estaban juntos cuando lo del accidente del metro. Reconozco que a mí siempre me había gustado. Pero qué le voy a hace. En ese aspecto soy bastante tradicional y jamás le hubiera levantado el novio a una amiga y más todavía, tratándose de Elena que, como sabes era casi otra hermana —recuerda como nos llamaban las trillizas cuando íbamos al instituto—. Así que mientras estuvo con ella, Carlos fue territorio vedado para mí. Sin embargo la vida da muchas vueltas, demasiadas diría yo y tras la muerte de Elena tratamos de apoyarnos el uno en el otro, lo que nos hizo profundizar todavía más en nuestra amistad. Raquel entonces ya salía con Iván y aunque también sufrió por la pérdida de nuestra Elena, buscó consuelo en el que con el paso del tiempo se convirtió en su marido. No la culpo. Es un gran hombre. A veces, de tan perfecto que resulta me da asco. No te lo tomes a mal, sabes que es una broma. Me hace gracia, porque a veces se lo suelto a Raquel y es algo que la enfurece. Es una de mis frases preferidas para hacerla rabiar.

Como te iba diciendo, nos quedamos solos Carlos y yo. Solíamos vernos a menudo para llorar mientras recordábamos a Elena —entiéndelo en un sentido metafórico, aunque a veces también llorábamos de verdad—. Ambos la echábamos mucho en falta. A veces incluso íbamos a las concentraciones que se hacían los días 3 de cada mes para exigir que el accidente se investigara. Reconozco, que lo hacía ante la insistencia de Carlos porque yo no le veía demasiado sentido. Si Elena estaba muerta, qué importaba por qué puñetas había sido. Pero Carlos insistía una y otra vez, en que la velocidad del tren había sido el factor último, el detonante, por así decirlo Pero que ni mucho menos podía ser el único. Que detrás había fallos muy graves en la seguridad de Metrovalencia y que al Gobierno Valenciano le venía muy bien que el maquinista también hubiera fallecido en el siniestro para poderle echar tierra al asunto. Yo nunca tomé en serio ninguna de aquellas acusaciones. Me parecían manías suyas, pero le dejaba desahogarse porque pensaba que le venía bien y lo acompañaba a las concentraciones siempre que podía.

Si me preguntaras, no sabría precisar quién de los dos fue el que lo pasó peor lo pasó tras la muerte de Elena. A él cada día que pasaba lo veía más desmejorado. Dejó de afeitarse a diario. La barba, que la lleva desde entonces, se la dejó por pura desidia. Pienso que nunca le favoreció: le echaba por lo menos diez años encima. También fue por aquella época cuando comenzó a fumar, algo que nunca antes había hecho y que yo le recriminaba porque yo no soportaba el olor del tabaco y más todavía desde lo que le pasó a papá. Yo, por mi parte, volví a adelgazar muchísimo y todos los  problemas con la comida que arrastraba desde la muerte de papá se me reagudizaron por entonces.

Dicen que el roce hace el cariño y debe de ser verdad, porque al cabo de un tiempo surgió la chispa entre nosotros. Pero en la vida no hay nada perfecto y yo me daba cuenta de que mi unión con Carlos carecía de la armonía que se respiraba alrededor de Raquel e Iván, sin ir más lejos. Jamás los he visto discutir en público ni decirse una palabra más alta que otra. Supongo que en la intimidad tendrán sus diferencias, como todo el mundo, pero de puertas para fuera no podrían estar mejor avenidos. En cambio Carlos y yo regañábamos a todas horas. Yo llegué a aborrecer su barba y su olor a tabaco. A él le ponían de los nervios mi delgadez extrema y mis vómitos. Me seguía tan de cerca que incluso pretendía entrar al baño conmigo para vigilar que no me provocase las arcadas. Lo dejábamos un montón de veces y otras tantas volvíamos. Pero, como ya sabes, hubo una última. Quizás no fue una buena decisión romper con Carlos. Solo quizás, porque ahora un hombre, no un crío que necesitaba dejarse la barba para aparentarlo, se había tomado la molestia de enviarme unas rosas después de haberme llevado a la ópera a ver Madama Butterfly. Entonces pensé que  al final, pese a todos los contratiempos que había tenido, aquel jueves podría llegar a ser un gran día.