Al atardecer y a través de una carretera secundaria llegaron hasta una pequeña loma donde se alzaba un grupo de aerogeneradores. En cuanto los vio don Quijote dijo a su asistente:
—Tenemos una suerte que no nos la merecemos, querido Sancho. ¿No salimos de casa para combatir el mal? Pues aquí tenemos ocasión de demostrar de qué somos capaces. Eliminando a esos malditos zombis haremos un gran bien a la humanidad.
—Pero qué zombis ni qué zombis. ¿Acaso no ve lo mismo que yo? No hay ningún zombi ni madre que lo parió.
—Sí, hombre, esos tan altos como gigantes que vienen hacia nosotros girando los brazos sin parar.
— ¡Ah, esos! —respondió Sancho—. No son más que unos aerogeneradores y lo que gira son las aspas. ¿Con el entendimiento que tiene para otras cosas cómo no se da cuenta de algo tan simple?
—Me da la impresión de que no tienes lo que hay que tener, amigo Sancho. Comprendo que les temas. Hazte a un lado y déjame a mí. Yo solo me ocuparé de todos ellos, aunque sean muchos.
Don Quijote apeó a Sancho del “cuatro latas” y piso el acelerador varias veces para meter ruido y amedrentar a los zombis. No escuchaba las advertencias de su fiel amigo. El pobre se desgañitaba indicándole que aquello a lo que iba a embestir no eran los zombis que él pensaba. Pero él estaba “tan puesto” que no oía a su ayudante ni mucho menos comprendía que iba derechito a darse de bruces contra una enorme mole de acero. En su delirio gritaba:
—No huyáis malvados. A ver si os atrevéis conmigo.
En eso se levantó un poco de viento y las aspas comenzaron a girar. Ya muy cabreado por esa falta de respeto don Quijote dijo:
—Aunque seáis más repulsivos que el Alien de Ridley Scott os voy a dar pal  pelo.
Aceleró a toda viruta, aunque antes dedicó un pensamiento a Dulcinea, su amor platónico de toda la vida, para pedirle mentalmente que rezase por él. Solo entonces arremetió contra el primer molino. El cuatro latas quedó hecho un acordeón y, de la inercia, don Quijote se pegó un buen leñazo contra el parabrisas que de pocas no se dejó allí todos los dientes. Enseguida llegó Sancho Panza a socorrerlo. Quiso sacarlo del coche pero no se podía mover de lo dolorido que estaba.
—Por Dios. ¿No le advertí de que tan solo eran aerogeneradores? Si es que no tiene más que pájaros en la cabeza, señor.
—¡Pero qué dices, Sancho! Me han puesto algo en la comida que me ha hecho caer en esta alucinación. Habrá sido algún enemigo cuya identidad desconozco. Seguro que en el bar donde cominos pagaron al camarero para que hiciera el trabajo sucio. Pero ya ves, no les ha servido de nada, sigo vivito y coleando.
—¡Ay señor! ¿Qué voy a hacer con usted? —se lamentó Sancho resignado.
Ayudó a su jefe a salir de la chatarra en que había quedado convertido el cuatro latas y lo recostó en el suelo. Después sacó el móvil del bolsillo y llamó al 112 para pedir ayuda.
—¿Sabes Sancho? Si no me quejo es porque soy todo un señor y eso no queda elegante.
—Yo no me alegro de que esté magullado desde las puntas del pelo hasta las uñas de los pies, pero allá usted si se prefiere sufrirlo en silencio. Yo no entiendo de esas finezas: a los de abajo nos está permitido gimotear cuando nos duele. Alguna ventaja habríamos de tener.
Don Quijote se disponía a replicar a Sancho cuando llegó la ambulancia y se los llevó al hospital —a Sancho simplemente para no dejarlo tirado en medio del campo— y, aunque no le encontraron ningún hueso roto, terminaron pasando toda la noche en urgencias. Pero esa será otra historia.

[inbound_forms id=”2084″ name=”Apúntate al taller de novela y relatos online”]