¡Búsquenlos!

—¡Quiero esos cuentos encima de mi mesa antes del amanecer! Busquen por las calles, entren en clubs, en bares, en casas y… ¡tráiganmelos! ningún escritor de la ciudad debe quedarse sin participar en el concurso ‘Cuentos a la porra’.

Otra vez el Sargento con las típicas arengas, pensó el agente Gutiérrez mientras que buscaba en su bolsillo las llaves del coche ‘K’. Su compañero Santos le esperaba recostado sobre el capó. Todavía le duraba la sonrisa cínica con la que solía recibir cualquier orden.
A dos pasos del vehículo, Gutierrez pulsó el mando a distancia y, sobre el agudo «Bip, bip», Santos dijo:
—Vaya marrón que nos toca hoy… buscar cuentos. No será fácil. En este mundo digital casi nadie escribe más de dos renglones… ¿por dónde empezamos, compañero?
—Toma, conduce tú —respondió Gutierrez ladeando la boca casi sin abrirla a la vez que le tiraba las llaves del automóvil.

Nada más arrancar Santos el motor, su compañero bajó el volumen de la emisora central. La voz aguardentosa y cargada de nicotina de Gutierrez se impuso sin dificultad al chisporroteo que emitía la radio.
—¿Dispuesto para ser el policía del mes? ¿a traerle al jefe esas malditas historias con todo tipo de narradores y géneros?…
Santos se empezó a reír pero las carcajadas fueron escandalosas cuando Gutierrez acabó la frase:
—Y lo que parece mejor ¿dispuesto a encontrar uno policiaco? ¡Mis favoritos son aquellos en los que ladrones o asesinos salen impunes derrotando a la policía.

Una gran capa de caucho se adhirió al asfalto cuando Santos pisó a fondo el acelerador. El coche culeó nada mas abandonar la estrecha calle lateral de la comisaría, en pocos minutos estarían en el centro de la ciudad.
Como si estuviera en un circuito de carreras, Santos mantenía la aguja de las revoluciones cerca del límite mientras sorteaba coches y autobuses. No levantó el pie del pedal cuando traspasó varios semáforos que se ponían en rojo.
En solo cinco minutos llegaron al lugar donde esperaban encontrar a su mejor chivato.

Dejaron el automóvil sobre la acera ocupando parte del carril bus, a la misma puerta de salida del teatro principal, justo cuando los espectadores salían de la última función. El soplón que buscaban era conocido como ‘el chino’, aunque tal vez fuese vietnamita, japonés o filipino. Se dedicaba a la venta ambulante de tabaco y bebidas, aunque también distribuía pequeñas dosis de hachís y marihuana con las que, como pago a sus soplos, los polis hacían la vista gorda. Rastrero y servil con la pasma, su crueldad con quién le disputara el negocio corría de boca en boca entre el lumpen. Hiciera frío o calor, fuera de día o de noche, nunca se le veía descansar y siempre estaba en la calle alrededor de cines y teatros. Daba la impresión de ser una parte más del mobiliario urbano. Cualquier cosa que buscaras, aquel individuo sabía dónde encontrarla.

Poco necesitaron presionarle. Bastó con que Gutiérrez hiciese el amago de registrar el carrito donde guardaba la mercancía para que, juntando las manos como si iniciara una plegaria, cantara de pleno.

La casa donde tenían que ir estaba cerca, atravesando un par de calles sinuosas y poco iluminadas de la parte antigua. Se trataba de un edificio de cuatro plantas y con la fachada descascarillada. El portal era oscuro y olía a a orines. Además, se quejó Santos, no había ascensor y el escritor vivía en la buhardilla.

Les recibió un hombre calvo, vestido con un pantalón de pijama y una camiseta de tirantes. Según el soplo del ‘chino’: un humilde padre de familia con esposa y un niño pequeño.
Gutiérrez fue directo al grano tras haber sacado su placa:
—Sabemos que escribes cuentos y que los publicas en una página de internet de la que eres administrador. Necesitamos que nos des uno para el concurso ‘Cuentos a la porra’ pero, además, nos tienes que proporcionar las direcciones de todos tus compañeros. No te resistas, los policías tenemos muchas formas de ser convincentes.

Al fondo se oía el llanto de un niño cuando Santos adelantó una pierna al otro lado de la puerta. El hombre se interpuso por medio llevando su dedo índice hasta los labios para decir:
— ‘Chist’, se lo ruego… quédense aquí y les daré todo lo que piden.
Gutiérrez y Santos escucharon en ese instante una voz femenina y, poco a poco, el lloro cesó.
Enseguida, el hombre se dio la vuelta y en solo dos pasos entró en un cuarto cercano que estaba a oscuras. Pocos segundos después, un haz de luz desde el fondo de aquella habitación permitió verlo manipulando un teclado frente a la pantalla de un ordenador. No tardó en escucharse el arrítmico sonido de una impresora.
Cuando el hombre regresó a la puerta, entre sus manos traía varias hojas todavía calientes.
—Aquí lo tienen. Mi cuento y el listado de escritores con sus direcciones.

Ya en la calle, Santos y Gutiérrez volvieron a mirar la lista ¡Había más de cien nombres! De nuevo, el soplo del chino había sido una mina. Deberían darse prisa si querían visitarlos a todos.

En aquel listado se encontraban seres tan normales como un ama de casa, un médico, una cajera de supermercado, un pescadero, tres parados, un fraile, un estanquero, una modista y dos conductores de autobuses. Se trataba de un larguísimo etcétera de personas, alguna capaz de imaginar más muertos en un sólo relato que los que ellos verían en toda su vida policial. Hombres y mujeres que vivían otras vidas al escribir. Escritores que, a su vez, hacían vivir a sus lectores.

La última de la lista era una tarotista. No solo les entregó el relato sino que se tomaron un café bien cargado y les leyó las líneas de la mano. Según adivinó, los dos llegarían a comisarios.
—¿Crees que el sargento nos felicitará? Bajo el brazo tenemos más de un centenar de relatos —le dijo Santos a Gutierrez.
—No lo dudes, no ha quedado escritor en esta ciudad sin recibir la amable sugerencia de la policía —respondió el compañero entre carcajadas.

Santos y Gutiérrez llamaron con los nudillos a la puerta de su jefe. La abrieron lo justo para asomar la cabeza.
—¿Se puede? —preguntó Gutierrez.
En aquel momento, el sargento estaba leyendo el “Tratado de filosofía casera para una generación obtusa». Un libro muy especial de Enrique Brossa”.
—Adelante, estaba esperándolos.
—Señor, los tenemos todos, no ha quedado ni un escritor sin entregarnos su cuento —dijeron a la limón Santos primero y Gutiérrez después.
Pero algo parecía no ir bien porque al sargento le empezó a temblar los labios y a enrojecer las mejillas. Entonces, apoyando las manos en la mesa e incorporándose, gritó:
—No, están equivocados. Les falta uno. El mío.
Bajo la luz del flexo de la mesa estaban unas hojas escritas y un bolígrafo roído. Con los ojos como si fueran a salírsele, el sargento blandió las cuartillas diciendo:
—Yo, que fui guardia de la porra, no me quedaré sin concursar. El premio no se me escapará.

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