Llevaba un rato largo en un estado de ensoñación. Esas reuniones acostumbraban a ser soporíferas. Aunque se repetían cada año, no se acostumbraba. Sí que había desarrollado un sistema para poder abstraerse sin dejar de seguir el hilo de las conversaciones por si en algún momento tenía que intervenir.

El verano estaba  próximo así que en aquella ocasión le dio por pensar en la vacaciones y en evitar lo que casi siempre le acababa sucediendo por culpa del trabajo. No sería el primer verano que se iría a la porra si no le ponía remedio. El primer recurso para evitarlo siempre era pensar en un viaje. Estaba convencido de que era la única forma de aislarse por completo de sus absorbentes obligaciones. Al final el proyecto se frustraba y tenía que recurrir  a lo de siempre: una buena lectura. Con ella conseguía viajar sin gastarse mucho dinero. 

De repente una frase le sacó de su ensimismamiento y le devolvió a la tertulia de sobremesa. 

—¿Cómo puedes decir eso?
—Yo te lo argumento.
—No hay argumentación posible, es sencillamente un pensamiento clasista por no decir racista…
—Bueno es una forma de verlo, pero la realidad aquí es la que es, te guste o no. Naturalmente nadie habla de esto en público, pero es lo que piensa muchísima gente. 

Sin aumentar el tono de voz aquella discusión parecía ser interesante y despertó definitivamente el interés de Andreu. Dejó de pensar en aquel viaje que nunca haría para ver hacia dónde conducía todo aquello.

El que llevaba la voz cantante se llama Francisco Rodríguez Romero, Paco en su infancia y Dr. Rodríguez desde que se licenció en medicina. Como muchos otros era hijo de un inmigrante que con mucho esfuerzo consiguió que su vástago tuviera las oportunidades que a él no le pudieron dar para progresar dentro de la sociedad. Este no le defraudó y consiguió un buen trabajo, prestigio y cierto reconocimiento social. Se mezcló con la sociedad catalana, se casó y tuvo hijos que a su vez también se habían emparejado y ahora comenzaban a darle sus primeros nietos. 

Como el amor es caprichoso y gracias las diferentes carambolas de la vida, el apellido Rodríguez seguía manteniéndose con tozudez en la línea consanguínea, cosa que parecía  avergonzar al recién estrenado abuelo.

—Yo le digo a mi hija que se cambie el orden de sus apellidos, así mi nieta tendrá un primer apellido catalán y un segundo que, aunque castellano, es menos común que el mío y pasa más inadvertido. 
—¿Pero tú te estás escuchando? —le interpelaba el único que se atrevía rebatirlo. Los apellidos no hacen ni mejor ni peor a las personas. Desde mi punto de vista no deja de ser un complejo tuyo que quieres trasladar a tu hijo. 
—Aunque pueda parecer clasista, los apellidos son importantes si vives aquí.
—¿Te das cuenta de las connotaciones tan negativas y alarmantes que tiene tu pensamiento?
—Te voy a poner un ejemplo: imagínate a un médico que solo le queda tiempo para atender a una persona de las tres que tienes en la sala de espera. Una se llama, Arnau Vila Pujol, otro Manolo Fernández García y un tercero Mohamed Ourfí. ¿A Quién elegiría de esos tres? 

—¿Estás hablando en broma, no? No me puedo creer que hayas dicho esa barbaridad  y mucho menos que pienses así…
—Es una exageración, pero es la realidad. ¿A quién escogerías tú?

El resto de la mesa, que también eran médicos, escuchaba sin inmutarse. No se sabía si era porque ya conocían los desvaríos del Dr. Rodríguez y no se lo tenían en cuenta o porque en realidad había un amplio tejido de la sociedad que aceptaba como inevitable ese discurso. Andreu se mordía la lengua, en una mezcla de cobardía y prudencia. Sentía un dolor profundo que nacía en su estómago y un nudo en la garganta cada vez que escuchaba ese tipo de disparates. Se estremecía porque eran expelidos por mentes supuestamente bien formadas. En el fondo más que indignación sentía tristeza y remordimientos porque nunca reaccionaba.

El médico  respondón, después de darse cuenta de que su colega hablaba totalmente en serio, continuó:

—No has tenido en cuenta ciertos aspectos… El primero es que no has dicho en qué lugar tenía la consulta. Imáginate la misma situación en Madrid, Bilbao o Sevilla.
—Está claro que me refería a Cataluña…
—De acuerdo, entonces ¿das por hecho que todos los médicos de aquí piensan como tú?
—Ya he dicho que era una un exageración una especie de caricatura…
—¿Y la nacionalidad del galeno?
—¿Qué pasa con eso?
—¿Y si también se llama Mohammed?  
—Solo quería ilustrar una situación que se podría dar…
—¿Y cómo sabes que el médico estará toda su vida trabajando aquí?
—Vamos a dejarlo. No pretendía abrir un debate tan profundo.

A Andreu le venían ganas de levantarse y gritar: «ese es el problema, restar importancia a algo tan grave» y a continuación ponerse a hacer un alegato sobre las atrocidades que el ser humano ha hecho a lo largo de la historia con la excusa de proteger fronteras, territorios, diferencias étnicas, culturales o religiosas. Les recordaría los genocidios provocados por aquellos que se creían superiores y con derecho a dominar el mundo. Les haría enrojecer diciéndoles que solo  por haber nacido en un lugar rico y lleno de oportunidades no eran mejores que otras personas con la mala fortuna de haber llegado a la tierra como si fueran la escoria del primer mundo, con la única esperanza de sobrevivir al primer día. Pero no lo hizo. Se quedó mudo, como siempre. 

Con el mal sabor de boca que deja la cobardía, abandonó la reunión. Mientras caminaba rumbo a su morada siguió pensando en el debate que solo a él parecía haberle afectado tanto. Para los demás no pasó de ser una anécdota de sobremesa. Estaba tan absorto con ese asunto que no vio al vecino con el que se cruzó en el portal. 

Buscó el buzón para recoger el correo. Se paró frente a él pensativo. Leyó su nombre varias veces: Andreu Roures i Rubió. Volvió a notar el dolor sordo en el estómago. No lo abrió. Se dirigió a las escaleras y subió corriendo hasta la cuarta planta. 

No había nadie en casa. Se metió en la ducha y dejó que el agua cayera sobre su cabeza un buen rato con la esperanza de que el chorro arrastrara sus remordimientos. 

Relajado se tumbó en el sofá con la intención de sumergirse en un libro. En aquel momento, estaba leyendo el “Tratado de filosofía casera para una generación obtusa». Un libro muy especial de Enrique Brossa”. Se fijó en el marcapáginas que siempre utilizaba. Era poco común. En realidad lo usaba para no perder su identidad. Cuando se miraba en el espejo y no se reconocía, acudía a esa cartulina rectangular plastificada. Se trataba de un documento de identidad antiguo. Se observó en la foto. Era él, sin duda. Repaso con la punta de los dedos su nombre varias veces. Notó  su cuerpo empequeñecer. Leyó en voz alta su nombre como para no olvidarse de quién era: Andrés Robles Rubio.