La noche se les echó encima sin darse cuenta casi, la luna en lo alto les guiaba con su tenue luz. Una fina niebla se habría paso como el suave caer del telón al acabar la función.
Nadie les obligó a ir, eran unos temerarios. Sólo se oían sus fuertes pisadas, el silencio, era ensordecedor.
Armados con sus puñales y espadas, recorrían aquel inhóspito lugar; nadie en su sano juicio iría sino era para morir. Las últimas desapariciones les obligaron a actuar sin demora, no podían consentir que ninguna otra mujer de su aldea desapareciera.
Contaba una vieja leyenda, que cada año desaparecían cinco mujeres en edades casaderas, una terrorífica bestia salía de su cueva hacia el pueblo y se las llevaba. Una vez desaparecían ni rastro de ellas. Quienes decían haberla visto, contaban que vestía viejos harapos y un gran sombrero. Era tan alto como sus chozas de largas patas y afiladas garras. Sólo una anciana había llegado a verle los ojos, vacíos y tristes contó que eran. Unos ojos que guardaban un gran secreto, ¿pero cuál era?
Cansados de aquella situación los más valerosos hombres del pueblo se aventuraron a descubrir que era lo que guardaba dicha leyenda adentrándose en el bosque. Era la noche víspera de difuntos, el silencio sólo roto por sus respiraciones les llevaba a mirar a ambos lados. Que fueran valientes no quería decir que no tuvieran miedo, no sabían a qué clase de criatura se enfrentaban. El alarido que escucharon hizo que pararan de golpe casi chocándose entre ellos. Sus cuerpos temblaban obligándolos a castañear los dientes y a sudar a pesar del frío. Un zumbido y el silbido azuzando las ramas de los árboles los estaban descontrolando. De pronto uno de ellos faltó, después otro y así hasta quedar uno sólo.
El cielo empezaba a teñirse de rojo sangre. ¿Qué era lo que sucedía? Quizá algún día alguien logrará volver.