Transitábamos sobre la acera rumbo a casa. Tomaba a Micaela de la mano y ella caminaba a regañadientes, triste porque la había reprendido en el colegio por portarse mal. Ya estaba arrepentida yo por ello.

Encontramos en la calle, dentro de una caja unos gatitos. “Adóptame” se leía en un letrero. La alenté a tomar uno. Feliz corrió y asió a una con pelaje negro a excepción de una mancha blanca que semejaba un antifaz sobre sus ojos.

Desde el primer día me sorprendió la inteligencia del animal. Nunca supe de dónde sacó mi pequeña el apelativo, pero “Bast”, entendió enseguida que ese era su nombre.

La gata creció monstruosamente y Micaela no se apartaba de ella. A partir de su llegada dejó de acudir a mi cama para dormir. Mi lugar lo ocupaba la gata “Bast”. Si me acercaba a la felina, ésta arqueaba su columna, se le erizaba el pelambre y chillaba de manera horrible.

Seis meses después comencé a notar que Micaela tenía unas enormes ojeras, se negó a que la ayudara a bañar, asegurándome que era una niña mayor de tres años. Comenzó a elegir ropa oscura y de mangas largas para vestir, se volvió irascible y huraña, impidiéndome entrar a su habitación.

Una noche escuché un llanto desgarrador que provenía de la recámara de Micaela. Al entrar observé a mi pequeña desnuda y con la vista perdida, sentada junto a la ventana de hojas abiertas. Lágrimas negras bañaban su rostro. “Bast” la observaba con mirada demoniaca e hincaba sus garras en su cara, cuello, brazos y pecho mientras bufaba. Los rasguños formaban extrañas figuras en su cuerpo.

Al percatarse de mi presencia el animal se arrojó con todo su peso sobre el rostro de ella, haciéndola perder el equilibrio. Me abalancé tratando de alcanzarla. Fue inútil, ambas caían. Micaela se estrelló pisos abajo. Convulsionaba cuando la gata desgarró su pecho de un zarpazo. Observé como del cuerpo de mi pequeña salía una bruma que “Bast” aspiró llevándose así su alma. La felina volvió su mirada maligna y socarrona hacia mí al marcharse.