Era muy miedoso, tenía miedo de caminar solo por la calle, de la oscuridad, de cualquier cosa que fuese desconocida para él.
Un día se le ocurrió hablar con el cura del pueblo, ya que ni psicólogos ni psiquiatras habían sido capaces de ayudarlo.
—Estamos cerca de todos los santos, hay una leyenda que dice que para acabar con el miedo nada como enfrentarse a él.
—Ya lo hago, pero no hay manera, dígame qué debo hacer.
El cura se lo explicó y con todo el coraje que pudo reunir durante los días que faltaban para la noche de los muertos se fue mentalizando.
Llegó el día y se preparó a pasar la noche a la intemperie, hacía un frío glacial y el gélido aire quemaba los pulmones, pero él se dispuso a realizar los actos que el cura le había sugerido.
Llegó a las ruinas del monasterio y se dispuso a esperar que dieran las doce, según le había dicho el cura debía situarse en el centro del patio que había sido el lugar de meditación de los monjes. Tiritaba de frío, se cogió los brazos para infundirse más valor que calor y se dispuso a esperar, lo que no le dijo el cura era qué.
Un rumor sordo le llegó cuando pudo controlar el castañeteo de los dientes, un rayo cruzó el cielo seguido de un trueno espantoso le erizaron la piel, lo que vio le hizo gritar sin que de su garganta saliera sonido alguno.
Una horda de monjes se acercaban hacía él, rezaban con las cabezas gachas, otro rayo iluminó el cielo, esta vez los monjes lo estaban rodeando, cada vez estaban más cerca, el pulso se le aceleró, quiso correr, las piernas no lo sostenían, el circulo cada vez era más estrecho, le faltaba la respiración hasta que cayó al suelo de rodillas implorando por su vida. Los monjes atravesaron el cuerpo y siguieron su camino. Cuando se levantaron las capuchas, sus caras eran calaveras, cada noche de difuntos salían a buscar al que hacía trescientos años los había asesinado en una noche como aquella.