Desde que bajé del autobús no puedo quitarme la impresión de sentirme observada. Me he girado en varias ocasiones sin ver a nadie. Me arrepiento de venir por el atajo. Tendría que haber tirado por la avenida. El camino es más largo, pero está mucho mejor iluminado y más concurrido. Una luna tenebrosa se asoma entre las nubes para pintar una postal siniestra de la noche. Tan solo me falta ver a un gato negro. ¿Por qué se empeñaría Lola en que fuéramos a ver una peli de terror? Ya le dije que las odiaba.

Cinco minutos más y estaré en casa a salvo. Mañana me reiré con ella cuando le cuente lo que me está sucediendo. Mientras llego, voy buscando la llaves a tientas en el bolso. Un pequeño esfuerzo para no tener que pararme delante del portal, momento en el que sería muy vulnerable.

«Unos metros más y todo habrá pasado», trato de animarme, ya con las llaves en la mano. Pero lo cierto es que cada vez siento más miedo. Los latidos de mi corazón se aceleran y jadeo a causa de la ansiedad y del ritmo vertiginoso que imprimo a mis pasos. Si sobrevivo a esta noche volveré a ponerme en forma, lo prometo. Ya estoy a punto de llegar. Un último giro de cabeza para comprobar que nadie me sigue y la sangre se me hiela: he vislumbrado una forma agazapada.

Apenas unos pasos más y ya estaré metiendo la llave en la cerradura. Trato de concentrarme en atinar a la primera y efectuar la maniobra lo más rápidamente posible cuando siento que una mano se posa vigorosa sobre mi hombro. No puedo evitar gritar y dar un respingo.

—Disculpe si la he asustado. ¿No es usted la famosa escritora? ¿Me podría firmar el libro?