Por lo general, el turista es un humano que visita lugares desconocidos para él en temporada alta y, por lo tanto, en tropel. Lo patea todo sin profundizar en nada. Solo es un corredor en un circuito. Se divierte, pero paga también por poderlo contar a otros.  Yo prefiero hacer turismo que quedarme en casa y no viajar, lo reconozco, pero a la vuelta me siento culpable. Hay una descortesía y un insulto en repartirse el tiempo para ver los sitios, tomar las fotos y largarse. Falta respeto por la ciudad y por su cultura. Es como si has estado en casa de alguien haciendo notar que te interesa solo superficialmente. El padre quiere que veas su colección de relojes y plumas; el niño la de sus gormitis o quiere mostrarte cómo mata enemigos en su videoconsola; y la madre aspira arrancarte vítores por su cocido, pero tú les vas cortando el rollo a todos. “Otro día, ya si vuelvo… “. Es humillante. Me recuerda un tipo grosero que conozco que pregunta a sus compañeros, ¿cómo está tu padre? Y como se le ocurra decir más de cuatro palabras, algo que no sea, “pues ahí va el hombre”, te corta, no quiere pormenores, y además le gusta ser el único que hable. Finalmente le ha demostrado que ni le interesa lo más mínimo su padre enfermo, ni tampoco pretendía parecer cortés. Fallecieron las folclóricas, exponente de una faceta de España anacrónica y que nunca me interesó, pero quedan individuos que parecen heredar la mentalidad de la familia de Pascual Duarte y que, en vez de presumir de educados, presumen de burros. El turistero común, da igual que sea nacional o extranjero, que en eso no hay diferentes adeenes, durante su función maratoniana en camiseta y pantalón corto no presume de burro: simplemente lo pone en evidencia recorriendo estúpidamente los museos a la velocidad del inolvidable Correcaminos. ¿Para qué?

Aunque el turismo compense el déficit de la balanza de pagos por cuenta corriente, perjudica seriamente a la autoestima de la ciudad visitada y la propia del visitante. En el fondo sabemos que hemos sido unos paletos al someternos a ese estrés sin sentido. Yo, después de hacer turismo volvería para vivir realmente la ciudad. A observar lo que hace la gente. Cómo son allí las camareras, o los mensajeros o las hormigas. Descubrir si les inspiro interés o desconfianza. Encontrar algo que aprender de su mentalidad. Modificar sus prejuicios y los míos tras una conversación inesperada. Me quedaría a respirar en una terraza, o para saber si tiene animación o no el domingo por la tarde; a comprender el sentido del humor de los nativos. Pero eso significa viajar solo, o bien, compartir el camino con alguien que sienta la misma filosofía curiosa, y por tanto, contemplativa. La amistad significa tiempo. Y a mí me gusta llevarme bien con los sitios, más que con las personas. Las ciudades son consistentes con el paso de los siglos. Cambian mucho menos que los humanos y de modo más lógico, por lo general. Lo hacen a mejor. En cambio, con los años, los hombres detestables solo cambiamos a peor.

En los días de confinamiento, lo que ya se practicaba en las redes sociales ahora se está exacerbando más aún. Con esto de la amistad virtual, alguien cuyo perfil acabas de descubrir te formula tres confesiones en menos de quince minutos de chat, y te pregunta sobre tu vida lo justo para saber si eventualmente, según el género, podría haber rollo, es decir, fantasía de rollo, en próximos ciberencuentros. Entonces lo deja para que quede el tema listo para siguientes embates. Ya dice que te conoce, que es amiga o amigo. Que os habéis comprendido, que habéis descubierto lo mucho que hay en común en vuestras respectivas visiones del cosmos, tras este sucedáneo para turistas de intimidad.

Yo estoy cada vez más retirado del mundo y desde mucho antes del coronavirus, vivo permanentemente confinado en la Ciudad de las Aventuras, que es la capital y el puerto de mar de La Isla de los Escritos. En ella hay libros en el suelo, formando torres más largas que rascacielos. Hay un barrio entero con columnas de novelas y ensayos que se pierden en las nubes, como ese hombre que pasea entre ellos, pero camina mirando al suelo, que soy precisamente yo, encantado de perderme en las nubes también. Si te subes a esos ejemplares me verás pequeñito desde semejante altura.

Cuando la marea está baja, es una isla sin mar. Solo es una casa sobre una colina rodeada de sal y algas rotas. Las pocas barcas ancladas parecen estar tiradas alrededor de la isla sobre un suelo árido poblado solo por unos animales de los que me alimento. Los como vivos, sin saber si son crustáceos o son arácnidos: me saben a ricos cangrejos, pero sospecho que envenenan mi alma como escorpiones, y que me han matado ya un montón de veces. Cuando la mar crece y las olas regresan, llegas tú, la primera, sonriente, mi consuelo imaginario, en un bañador de los años veinte, me gustaría saber el porqué de este vintage onírico, saliendo de las profundidades, como una hija de Poseidón, junto con montones de personas que, a diferencia de ti, son tan molestas, que parecen de verdad. Se pasean por la isla sin respeto. Son turistas de mi intimidad. Lo invaden todo, lo pisan todo, hasta que se convierten en aguas agitadas y alcanzan la pleamar justo por encima de mi nariz. Estoy harto de tener que nadar contra la resaca o de contener la respiración cuando esta corriente entra por las ventanas de mi casa y lo inunda todo. Mi casa carece de techo, pero el agua solo entra cuando la presión abre violentamente las ventanas. Pero la marea vuelve a bajar y mi fortín de relatos, ya son ruinas de textos por los suelos tras el sunami, que se vuelven a quedar secos bajo un cielo húmedo, cálido y gris. Miro la mano con la que sujetaba la tuya, pero solo tengo ya arena seca.

De nuevo la isla es un desierto de sal hasta donde alcanza mi vista. Pero me queda el mal recuerdo de la gente a la que intereso demasiado o demasiado poco, que ha invadido mis reflexiones. Para mí son sagradas. Yo no pido que se santigüen, ni que hinquen la rodilla al entrar sobre el felpudo donde pone BIENVENIDO. Pueden pasear junto a mi casa sin genuflexiones, pero quiero que no traspasen el umbral de mi puerta, que no hagan ruido, que sean cordiales y correctos, y que me quieran solo por lo único por lo que yo querría ser querido. Y por nada más. No quiero que me quieran por nada más. Que profundicen más sobre mi isla si les interesa, pero con tiempo y sin importunar.

Y que no digan que me han conocido. Mírame mientras te lo digo, excursionista: nunca me has comprendido. Entras a la galería de los Uffizi corriendo y ya te crees que conoces todo de Florencia. No sabes nada. Ni de mí. Y tampoco de tus otros amigos virtuales.

Las mareas vuelven y se van. Te traen y te llevan. Pero nunca cambia el color del cielo, excepto cuando tú saltas corriendo del mar, regalando tu sonrisa. Y tras de ti un grupo de lectores cabales, a los que de verdad les importe mi isla y sus brumas. En definitiva: uno más de mis sueños.