Su cabello ondeaba mecido por las ráfagas del viento -en la colina- mientras miraba los galopantes movimientos sobre el caballo, lo hacían cada vez más pequeño en la distancia. Tras un paréntesis, dejarle ir fue la mejor decisión. No le retendría. Se limitó solo a seguirlo con la vista en la lejanía a través de aquel prado.
Atrás dejaba una estela de lo que fue en otro tiempo. Se perdieron las caricias, los halagos… los buenos momentos de ayer. Observó en el tiempo los días en que fueron felices. Una felicidad prolífica. Inagotable. Pero es el tiempo y el destino el que se encarga de cambiar la trayectoria de la vida de las personas, borrando lo existente y persistiendo en el sigiloso silencio hasta que poco a poco un día empiezan a emborronarse las letras de un corazón pintado sobre el banco de algún parque. Las hojas secas cubrirán todo y nada se verá hasta que el aire amigo del tiempo borra todo lo que hubo.
En su marcha dejaba aquella estela de lo que fue, de lo que existió, pero nada perdura para siempre -excepto el tiempo-, y caerá la lluvia fría del invierno con sus ruidosas cortinas trayendo sonidos nuevos. Lo limpiará todo y empezará una nueva mañana acompañada de rayos de sol, destellantes y refulgentes.
Aquello fue lo mejor. Observar la estela que dejaba tras de sí de lo que había sido, la que el viento y el polvo también borró a su paso. Dejarle marchar fue lo preciso.