Hace tiempo que ella le espera. Desde donde ella está la tarde cae a su espalda. Le gusta sentir lo que sucede a su alrededor. Cuando el sol sale, ella ya espera sus buenos días. La mañana discurre escuchando el agua pasar por entre las piedras del Castaño y regar las flores, manzanillas y amapolas que siempre hay al borde del camino, que hasta el huerto les llevaba. Cada tarde le gusta sentir el zumbido de las abejas posándose en las flores para extraer su polen y extenderlo en los campos y tierras y el susurro de los pájaros en la caída de la tarde cuando el crepúsculo lo invade todo y todo se duerme cerca de ella.
Una premonición se le antojaba. Esta vez sabía que el vendría. No podría pasar otra vez… nunca le habían faltado flores en su día de enamorados. Quizás esta vez las trajera él en sus manos. Aquella noche lo imagino otra vez con su traje de domingo vestido como un pincel. Nunca se habían separado tanto tiempo. Salió el sol y la mañana levantó. Cuando el sol estaba en lo alto, una luz brillante y blanca la envolvió. Él la vio desde atrás del túnel y no lo dudo ni un momento. Mientras escuchaba a lo lejos la voz de su hijo mayor recitando unos versos, miró hacia atrás, ya no podía ver a nadie, la luz le cegaba. Con un gesto se despidió y les dijo adiós.
Ella extendió su mano, él la tomó. En sus manos llevaba un ramo de rosas. Otro 14 de febrero. y sonriendo dijo:
– Cómo creías que te podía hacer esperar.
Y la luz blanca les envolvió a los dos.