Era un grupo de amigos, de los de siempre. Nos reuníamos cada quince días, íbamos a conciertos y a comer, a veces bailábamos. Nos llevábamos muy bien ya que esa amistad se cimentó con los años de experiencia, con la distancia, el tiempo y esos momentos de encuentros. Ella volvió al cabo de los años, y se unió al grupo. Se había vuelto a casar e ido a vivir a Chile, había tenido dos hijos más. Siempre había sido una mujer de bandera pero estaba más guapa si cabe en su madurez.

Siempre había tenido una debilidad con ella en nuestra adolescencia y juventud que habíamos compartido todos los presentes. Cuando nos volvimos a cruzar una segunda mirada algo me inquietó en ella, estaba más segura de sí misma que nunca, en su mirada había un inquietante reto, una promesa, una burlona sonrisa, me dio miedo y esperanza. ¿Quizás podríamos retomar aquel romance inacabado? Las dudas me asaltaron y sentí un pellizco en mi corazón.
No sabría decir cómo empezó todo pero poco a poco las reuniones se alargaron en el tiempo y cada vez acudían menos comensales a la mesa. Fue en el mes de Julio que me llamó y me invitó a la playa, le dije que sí, claro. Los niños jugaron en la arena haciendo castillos y túneles de agua al entrar la marea.
Cuando regresamos por la mañana, llevaba el coche por aquella carretera que tantas veces habíamos recorrido hasta Los Caños de Meca.
Me dijo; ‘’¿Desayunamos?’’ Y para en la próxima venta, que tienen buen jamón.  Cuando vi que me acercaba reduje velocidad y entré en el parking, no había ni un coche. Al pasar vi de refilón que el cartel decía: Venta de las Almas.
Hoy ya no recuerdo el resto porque vivo aquí, en este rincón perdido donde ya ni los recuerdos sé si son mis recuerdos. Si mi corazón late en un cuerpo muerto, si mis ojos ven en la oscuridad de ese huerto de tumbas, si la guadaña cortó ese día mi cuello.