Quiero escribir. No puedo. Me pregunto el porqué. No obtengo respuesta. No hace tanto tiempo que con solo cerrar los ojos emprendía un viaje alucinante que me nutría la mente de infinitas sensaciones con las que podía escribir todo tipo de historias. Ahora los cierro y me siento seco. Creo que es por la ausencia de lubricante. Los abro y los cierro unas cuantas veces más con energía, pero no despego. Allí sigo. Yermo de ideas, que no de pensamientos. Pienso mucho. Demasiado. Pero no puedo escribir. Entonces recurro a la música. Siempre infalible. Nada. Parece haberse aliado con mi cerebro. Sigue sonando y espero que me trasnporte. Busco apoyo mirando al infinito pero los feos edificios me lo impiden. Cojo una hoja en blanco. Empiezo a escribir tonterías esperando entrar en calor. Como cualquier deportista, necesito entrenar la imaginación. Suena el teléfono. Me felicitan. Dudo. Creo que se han equivocado. Miro las noticias y me abordan con imágenes de desastres humanitarios. Son breves. La muerte siempre es así. Nos pasamos toda la vida esperándola, para que luego llegue en el momento menos oportuno. La realidad me golpea de nuevo. El fútbol se impone y el despliegue informativo es indecente. Tanto como las estupideces de los políticos. Me entra otro mensaje. También me felicitan. ¿Será verdad? No contesto, pero me distrae de mis inútiles reflexiones.

Me doy cuenta que todavía no he hablado del tiempo. Bueno eso lo dejo para las conversaciones de ascensores. Sonrío al pensar en cómo evitamos muchas veces coincidir con el vecino. En lo lentas que son las puertas cuando escuchas que se acerca. Pulsas con insistencia el botón pero la memoria electrónica sigue meditando.  Cuando lo das todo por perdido se ponen en movimiento. ¡Por fin!, suspiras en voz baja. Respiras profundamente y notas que tienes dibujada una sonrisa maliciosa. De victoria. Apoyas la espalda en la pared. En ese momento un pie bloquea el cierre total de las puertas. Te cagas en el inventor de la células fotoeléctricas. Sigues sonriendo pero ahora con hipocresía.

Muchas gracias por esperar.

Esta puertas se cierran muy deprisa. Son peligrosas —le digo.

¡Vaya tiempo que hace!

El que toca para la época que estamos.

Sí. Parecía que no iba a llegar…

Suena el aviso de que hemos llegado. Salgo cabizbajo y me despido. Noto su mirada en el cogote. «¡Cabrón! Te ha salido mal la jugada», leo en sus pensamientos.

Me entran más mensajes en el móvil. Son muchos. Ahora sí que voy a tener que contestar. Doy las gracias. Sigo sin saber qué escribir. La música continúa  y los edificios feos no se han movido de su lugar.

No es como en las otras ocasiones. He leído sobre esta falta de inspiración pasajera y le llaman «el síndrome de la página en blanco». Sonrío de nuevo. Siempre había pensado que era cuestión de constancia y dedicación, como en casi todo lo que hacemos, sea creativo o no.

Me acuerdo de mis primeros pasos en esta aventura de contar historias más allá de las la propias experiencias y situaciones personales. Al principio todo parece fácil porque tienes almacenadas en tu cerebro multitud de vivencias y necesidad de exponerlas a través de una narración para que no se note mucho que estás hablando de ti. Quieres vaciarte. Es una especie de terapia que te ayuda a ahuyentar a los fantasmas. Es mejor escribir sobre lo que piensas y sobre lo que te sucede que acudir a un psicólogo. Tienes la necesidad de comunicarte de ese modo. Sientes un placer enorme en la construcción de esos textos y piensas que eso de escribir es una cosa natural. Todo el mundo puede hacerlo. Solo hay que intentarlo.  

Pero eso se acaba o mejor dicho te das cuentas que que te repites. De que ya no hay originalidad en tus relatos. De que todos se parecen. De que ya no tienen ningún interés. Ya estás vacío. ¿Y ahora qué? Has descubierto un mundo maravilloso y no sabes cómo continuar. Has encontrado una afición impresionante que te proporciona un placer indescriptible y que te deja unas sensaciones sin las cuales ya no puedes vivir. Es entonces cuando por primera vez te planteas ser escritor. Solo pensarlo sientes vértigo. Piensas en los grandes escritores que has leído y por respeto retiras rápidamente ese pensamiento. Pero ya tienes el veneno dentro. Empiezas a soñar.

En algún lugar leí que uno no se puede sentir escritor hasta que no ha finalizado su primera novela.  Así que ese fue mi siguiente objetivo. ¿Pero por dónde empezar? ¿Por alargar tus relatos insustancialmente? ¿Por convertir tus memorias en una insípida novela? ¿Por repetir hasta la saciedad un recuerdo infantil o una anécdota? ¿Por convertir una historia sentimental en una especie de 50 Sombras de Grey? Pronto entras en una forma de ansiedad al darte cuenta de que no será nada fácil.

Es en ese momento cuando es de vital importancia encontrar a alguien que te ayude a enfocar bien. A transitar por el sinuoso y largo camino que te ha de llevar a conseguir una objetivo tan elevado. En mi caso ha habido dos personas que son responsables de que me zambullera en esta empresa. Una que me empujó sin darse cuenta y Enrique Brossa que me hizo creer que no naufragaría.   

El taller de escritura de Enrique Brossa te proporcionará las herramientas necesarias para emprender la aventura de escribir una novela y en consecuencia de convertirte en escritor. No te convertirá en ello si tú no quieres. Solo te ayudará a sacar lo que llevas dentro. Si no hay nada, nada saldrá, pero lo habrás intentado y ya no tendrás dudas. Pero si emerge una mente inquieta, una imaginación desbordante, una capacidad de observación, una habilidad para transmitir sentimientos o un sentido del humor digno de comedia, te hará creer.  

En algún otro libro leí que uno no es escritor porque así lo quiera, sino que lo es cuando los lectores así lo sienten. Para ello tienes que encontrar tu propio estilo. Tienes que saber contar historias y hacerlo bien. No todo vale. Los textos tienen que tener vida propia y transmitir emociones. El contenido es fundamental pero tampoco hay que abandonar el continente.  Hay que construir bien la estructura y los personajes. Hay que darle profundidad al argumento y documentarse convenientemente. En definitiva, una novela es como correr un maratón, hay que prepararse concienzudamente. Todo el mundo puede correr unos kilómetros pero para correr un maratón se tiene que hacer un entrenamiento especial.

Ahora que ya estoy llegando a la meta valoro todavía más el camino recorrido y sobre todo el que tengo por descubrir.

Noto que ya llega. Lo sé porque me siento liviano. La música es un rumor y los feos edificios ya no los veo.

De niño pasaba los veranos en el pueblo de mi abuelo. Cada noche nos sentábamos en una explanada que había detrás de la iglesia  alrededor de un pequeña fogata. El cementerio también estaba a pocos metros. Una maestra, que se ocupaba de nosotros voluntariamente, nos narraba todo tipo de cuentos fantásticos. Estábamos conmovidos, no se sabe si por la proximidad de la muerte o por las inquietantes fábulas que escuchábamos. En una ocasión nos contó la historia de un trovador que tenía la capacidad de viajar por todo el mundo con solo cerrar los ojos. Cuando regresaba las iba relatando por todos los rincones. A su alrededor se  arremolinaban los vecinos para escucharlas. Entonces no había cines, ni televisión ni, por supuesto, internet. La gente se quedaba boquiabierta escuchando aquellas maravillosas aventuras…

Quiero escribir. Escribo.