Allí estaba yo, plantado frente al otro niño dispuestos a luchar por el dominio del barrio. Era mayor que yo y más grande. Apenas le alcanzaba a la altura de su cuello y tenía que levantar el mío para poder mirarle a los ojos. Intentaba estar desafiante, pero me imaginaba un poco ridículo  forzando esa postura. Detrás nuestro las respectivas pandillas. No recuerdo cómo me tocó liderar esa pelea, pero pensé: “¡Que gran momento para desaparecer!”.

En aquella época los niños nos hacíamos grandes en la calle. Las familias eran muy amplias y las casas muy pequeñas. Vivía en un barrio obrero de nueva creación. Así que todavía no había tenido tiempo de convertirse en un suburbio ni quedar marginado del resto de la ciudad. Existían dos plazas: la de arriba y la de abajo. Por una de esos misterios de la naturaleza humana, hasta dentro de la pobreza existían clases. En la plaza de abajo solían vivir los nativos. Los nacidos en la ciudad. En la plaza de arriba, los inmigrantes. Una de las diversiones más comunes y populares eran las peleas entre las pandillas de las dos plazas.

Eran tiempos donde la lucha también era individual. Teníamos que sobrevivir cada día a la dura experiencia de no quedar apartado. En aquellos años no había psicólogos, tu madre te daba una colleja y las tonterías estaban obligadas a salir de tu cabeza. Así, por orden… mejor dicho: por golpe materno. Si llegabas a casa llorando, recibías otra colleja por tonto. Las abuelas te explicaban historias llenas de magia y fantasía, pero también de monstruos y “hombres del saco”. Ellas se divertían mucho y , la verdad, nosotros dormíamos a pierna suelta, aunque creo que eso era de puro cansancio.

Era las cinco de la tarde de un caluroso día de verano. Yo seguía allí, firme, con dolor de cuello de tanto estirarlo. Era el momento de actuar. “No he nacido para ser un héroe”, pensé.  Sin previo aviso, y con una fuerza y una velocidad que aun hoy me sorprende, le propiné un puñetazo en toda la cara. Mientras mi contrincante reaccionaba, yo me encontraba ya a muchos metros de distancia, en retirada. Estuve tres meses sin salir de casa hasta que un día mi madre me cogió de la oreja y me arrastró hasta donde debía estar: en la plaza de arriba.