Nadie quería entrar allí.
El lugar tenía las características comunes de otras. Pero cuando se construyó y estuvo terminada, fue una de las más lindas. Poseía el encanto de un habitat seguro, fuerte, espacioso, fresco. Concebido para durar, se fabricó con los mejores materiales. El mejor cemento, el mejor hierro, los más finos cristales, traídos algunos de Francia, biselados, de color. Delante, en la vereda, se plantaron dos hermosos fresnos, que crecieron altos. Abrazaron el frente con su sombra, besaron sus ventanas y balcones con sus estilizadas hojas. Casonas señoriales similares, en un barrio antiguo, de tantos, se dispusieron a su alrededor y como a aquellas, los años la fueron tornando gris, húmeda…olvidada.
Hans Gunter armó su familia como pudo, llegó a este país, escapando, como tantos otros, de la guerra y del horror de posibles venganzas. Trabajó, estudió, se enamoró de Alma y procrearon un bello niño. Puso en él, todas las expectativas de un padre. Cargó en él, sus sueños incumplidos, sus esperanzas, sus miedos, su historia de exiliado. Sin embargo, aquel niño demasiado callado, tímido, ensimismado, fue creciendo en la soledad de un padre autoritario y de una madre sumisa. Nunca le faltó nada material. Buenas relaciones sociales, mejores colegios, ropa de calidad, viajes. Pero nada de esto lo cambió demasiado, quizás sólo reforzó su furia secreta íntima. Aquel pensamiento escondido en el subconsciente que todos, en mayor ó menor medida, albergamos y en general, tratamos de reprimir.
-No soy como él…no quiero ser como él…- Confesaba a escondidas a su madre y ella, con los ojos a punto de estallar en lágrimas, lo miraba. Ni siquiera podía abrazarlo, él no quería, no le gustaba. Sentía que la lástima de los demás, le roía el corazón y éste se le estrujaba de miedo. Nunca lo verían llorar ó entregarse a gestos tiernos. Jamás permitiría que lo amaran. El amor para él, la piedad, el perdón, eran signos de debilidad y en este mundo, no puedes mostrarte así.
En el fondo, aunque lo negase, era igual a su padre y al mismo tiempo lo quemaba interiormente la certeza de no poder reconocerlo. Nunca discutió con él, acataba todo lo que el anciano decía, opinaba, creía. Sólo una vez preguntó acerca de aquella leyenda familiar que circulaba por ahí, aseverando la existencia de una valiosa fortuna que sólo uno de los Gunter, habría traído escondida desde Alemania. Se especulaba con que eran joyas, otros decían que eran cientos y miles de dólares y francos, nadie la había visto, nadie poseía muchos datos al respecto. Pero la mayoría, secretamente, la ubicaba en poder de su padre, el mayor de los hermanos y en aquella casa…
-Los secretos familiares, deben seguir siendo eso, secretos. La revelación te llegará en el momento adecuado y cuando estés realmente preparado para ello…- Le dijo Hans al joven y fue la primera y última vez que se tocó el tema. En vano intentó sonsacarle algo a su madre. Entonces fue necesario pensar en…matarlos.
Alma fue hallada envenenada en su cama matrimonial, por ingesta de barbitúricos, una mañana de Octubre.
Tanto el joven, como Hans, lo atribuyeron a las profundas depresiones que la aquejaban y tal vez, debido también, a ese ambiente tenso, oscuro, de violencia contenida, que se respiraba en la casa. El anciano estaba seguro…de lo que su hijo, ocultaba. Ninguno de los dos lloró en el velatorio. Ambos se situaron, pasados los días, dentro de sus respectivas habitaciones y compartieron con la más horrible de las frialdades, el comedor diario ó la cocina. Los balcones que miraban al frente, permanecieron cerrados herméticamente desde entonces. En casi todo el lugar, los pasos de ambos se enseñoreaban entre penumbras, aferrados al silencio, un silencio que poco a poco, se iba haciendo macabro.
Hans cumplió un día, ochenta y cinco años. Sus ojos apenas reconocían la silueta de su hijo, paseando a su lado como un fantasma y éste, cansado de esperar, dio vuelta la casa. Revisó cada rincón, destrozó prácticamente todo el lugar, en busca de indicios, aunque más no fuese, de la tan mentada fortuna familiar. Sin hablar, sin gritar, sin emitir sonidos, pero con una furia inusitada, dejó los muebles y recovecos de la casa, hechos triza. Sudoroso, enojado, temblando de rabia y llanto contenido, terminó de destrozar el lugar a las tres de la mañana y sin siquiera descansar, tomó un bolso con pocas pertenencias y se fue.
Pasó entre papeles desparramados en el piso, utensillos de cocina, cajones y pedazos de mampostería, vidrios rotos, azotó la pesada puerta de hierro del frente y cerró con candado.
Ni quienes lo conocían un poco, ni sus ocasionales vecinos, volvieron a verlo nunca.
Tampoco intentaron saber acerca de su destino ó paradero. Creyeron que su padre también había partido, quizás de regreso a su Alemania natal. El candado se oxidó en la puerta. El silencio habitó el lugar.
Catorce años después, uno de los nuevos vecinos lindantes, se asomó por casualidad al patio interno de la vieja y derruída casona abandonada. Su pequeño gato había escapado hacia allí. Una hora después, el minino lamía con gusto su pata delantera, posado displicentemente sobre el cuerpo increíblemente momificado de Hans Gunter, quién se hallaba sentado en una silla de madera a punto de podrirse, en el medio del lugar.
Rodeado de malezas secas y alimañas. Con la boca entreabierta y las cuencas de sus ojos en una inconfundible señal de inevitable llanto, con sus manos crispadas en el regazo, aferrando una antiquísima cruz de honor hecha de oro puro. Recuerdo de la guerra…
Según los estudios forenses, el deceso se debió a un paro cardíaco, tal vez ocasionado por un disgusto. El pobre anciano se situó en aquel lugar, a la espera de que su hijo reflexionase y después de los destrozos y la abrupta partida, volviese…a reclamar la tan merecida fortuna que su padre, al fin, había decidido legarle.

Williams Nuñez