El recuerdo de mis abuelos propiciando un momento íntimo, sea después de la cena, en la sala de música o enrumbando sus pies hacia la huerta de la finca en sus caminatas por la mañana en la época de cosecha, me llamaba en demasía la atención. No entendía cómo la posibilidad del romance y del deseo se encendiera en una pareja de rostros ajados y carnes flácidas.
Una visión contradictoria y ambigua a la vez se creaba en mi cabeza sobre lo que era el sexo en la vejez. Para mí y para el resto de la familia, los abuelos eran dos seres que compartían una vida, intereses en común, pero, al fin y al cabo, viejos. Básicamente, eran ante mis ojos dos seres frágiles sin emociones carnales. El abuelo y la abuela habían logrado mantener su apetito sexual a base de chocolate, su secreto era ese, el chocolate que fabricaba la abuela desde sus tiempos mozos en la cocina. ¿Cómo lo supe?, mi abuela me lo contó cuando de golpe y porrazo le hice la pregunta.
−Abuela Ayumi, ¿cómo has llevado una vida sexual activa con el abuelo? ¿No están muy viejos para concertar citas a solas en la huerta o bañarse desnudos en el río, o de plano hacer el amor después del almuerzo?
Sin embargo, mientras mi abuela me arreglaba el cabello y me colocaba el velo de novia con bordados diminutos de perlas y cristales, ella sonrió de una manera muy peculiar, y me confesó que el chocolate no solo los mantenía jóvenes de espíritu, sino que había sido su incentivo a la hora de hacer el amor. Mi abuelo mexicano le había enseñado el poder del chocolate maya y ella había caído rendida ante el suave, dulce e inconfundible sabor picante de la barra oscura que se diluía caliente en los cuencos de su boca.
─ Elena, no hay alimento más sensual e irresistible que el chocolate. No solo lo digo yo, lo dicen los científicos. Nosotros hemos experimentado su poder en nuestros cuerpos, empezando con el chocolate que hago en casa.
Sacando un bombón con sal rosada del Himalaya de su pequeña bolsa bordada, lo introdujo en mi boca pidiéndome que me relajara y cerrara los ojos. Mi reacción fue de negación al principio, luego sentí que un conjunto de sabores explotaban dentro de la boca. Acentuados, armoniosos y equilibrados se adueñaban de mi cavidad, expandiendo su finura y su intensidad. Una sensación de felicidad, excitación y a la vez de calma, me arrancaron la misma sonrisa que momentos antes me dio la abuela. Mi cuerpo dejó ir a la tensión que lo ocupaba y, ligeramente, las sensaciones anteriores se fortalecieron.

Después de la ceremonia en la finca de los abuelos, cuando la última antorcha se había apagado y los pocos invitados que quedaban se dirigían a sus autos; Armando y yo nos retiramos a la cabaña nupcial a orillas del río, donde la vista de la noche, de la luna y del horizonte se dibujaba como un oasis japonés en medio de los sonidos variables de las cigarras. La cabaña resplandecía hermosa, lucía como una diminuta capilla Sintoísta al pie de rocas y arboles gigantes. Estaba toda iluminada, supe que mi abuela Ayumi y mi abuelo Mateo habían sido los responsables de tanta belleza. Los abuelos veneraban a los Kai, espíritus japoneses de la naturaleza y a Itzamná, el Dios del Cielo Maya, quienes serían testigos fieles del primer recorrido de nuestros cuerpos hacia la entrega al sexo.
Al entrar en la cabaña, las frutas naturales, las flores, los cirios aromáticos desataron las caricias reprimidas por el ajetreo de la recepción. Poco a poco, las manos de Armando desataron los pequeños lazos que cubrían los botones de nácar de mi vestido inmaculado y yo me dejé llevar por la suave respiración del hombre al que había desposado. Los besos húmedos y apasionados provenientes de su boca de miel empezaron a despertar las ganas en mí de devorar su cuerpo con mordidas ligeras, mis manos recorrían su anatomía y de un salto mis piernas se enrollaban alrededor de sus caderas como si fueran los tentáculos pegajosos de un pulpo. Mi interior empezó a sentirse agitado como el mar al percibir las caricias graves de los vientos anunciando la tormenta.
Las cariños se concentraron en los pechos y en las nalgas, luego tirados en el piso, las fresas con chocolate picante que adornaban una fuente se mostraron en la boca de Armando como flores de pétalos divertidos y llamativos. Cada fresa bañada con el líquido espeso y sedoso del cacao procesado se posaron en mis pezones, en el ombligo y en mis entrepiernas encendiendo más el deseo de los dos.
El sabor del chocolate se quedaba en mis papilas como lo hacía el deseo dentro de mi cuerpo. Cada caricia mutua era una actividad que, junto al picante del chipotle en el ganage de chocolate oscuro sobre fruta jugosa y madura, encendía las entrañas provocando movimientos sensuales y seductores hasta hacer que nuestros ojos chispeantes de deseo nos volvieran a seducir con labios que se encuentran, lenguas que se empujan, manos que se aprietan, catapultándonos hacia la calentura.
El olor fuerte del licor de chocolate del abuelo Mate, un tanto amargo, con ligeros aromas a tierra, a tostado y a almendra, cubrió mi cuerpo cayendo pesado como las gotas del almíbar y la lengua de Armando se entretuvo con el líquido que se desplazaba como lava caliente. Su lengua decidida a todo recorrió mis carnes, jugó con mi clítoris, que se abría como una ciruela madura por la excitación. Gritos de gloria rugían en las gargantas por el gozo. Los jadeos olían a luna infinita cuya sangre se vertía en nuestra sangre dulce.
La noche a través de la ventana se escurría curiosa hurgando la pasión de nuestros cuerpos sudados que a horcajadas jineteaban atractivos en sus pasos hacia el ascenso al clímax. Los olores a cacao eran demasiado estimulantes. El aroma de los cirios y el frescor de las frutas se volvieron aliados de nuestros sentidos, aprendimos a disfrutar del cuerpo y del alma liberándonos de los miedos de la primera vez. El sabor de los bombones de clavo, jengibre y azafrán enmarcaba nuestra relación y, gracias a su intensidad y persistencia, permitían que la experiencia de nuestro sexo vaya in crescendo. Con cada diminuta mordida nos penetrábamos llegando a casi adorar el poder activo de un rito que satisfacía nuestros miembros.
Nuestra hazaña duró hasta el amanecer. Envueltos con el sudor que expiraba la carne y protegidos por los Kai y por Itzamná , gozamos del sexo ardiente rodeados del secreto del chocolate.