Mamá, ya que esto va de confesiones, he de decirte que hubo dos cosas que hiciste que me costó mucho superar. La primera fue que te pusieras a trabajar al poco de morir papá. Visto desde una perspectiva racional, me doy cuenta de que no te quedó más remedio. Con la pensión apenas te llegaba para pagar las facturas y malcomer. Eso, haciendo números desde el día uno hasta fin de mes. Ahora entiendo que aceptases aquel puesto de administrativa, tampoco muy bien pagado, y que te mantenía fuera de casa la mayor parte del día: tan solo te veíamos a la hora del desayuno y a la de la cena. Eso si no te tocaba hacer horas extras. Suerte que estaba Fini, de lo contrario no sé qué hubiera sido de todas nosotras. En ella delegabas todo lo concerniente a la intendencia de la casa además de nuestro cuidado. Fini nos llevaba y recogía de la escuela, nos repasaba las tareas, nos daba de merendar y de cenar, nos bañaba y cuidaba de que cuando llegaras exhausta, estuviéramos acostadas y con el cuento leído, listas para que fueras tú la que nos arroparas y nos diera el beso de buenas noches. Jamás he visto a nadie que mostrara más devoción que Fini para alguien que no era de su sangre. Y no creas, a ti también te admiro por lo que hiciste, que era lo mejor para nosotras, sin duda. Porque de nada nos hubiera valido tenerte todo el día en casa si no hubiera habido casa en la que estar o medios para poder subsistir. Ahora sé que tu esfuerzo valió la pena para todas y por eso te quiero más si cabe, que ya es mucho decir. A veces intento ponerme en tu piel y creo que no habría sido capaz de hallar la fortaleza y el valor suficientes. Pero yo entonces no lo podía ver se esa manera. Lo que sentía era que tú también nos abandonabas precisamente cuando más te necesitábamos. Fini hacía su papel, pero nuestra madre eras tú. Nos hacía falta no ya tu cariño que por supuesto, sabíamos que lo teníamos, sino su demostración en el día a día. Y esa la echábamos de menos.

Lo otro que me costó tragar fue cuando te echaste aquel novio, Luis. Otra vez tres cuartos de lo mismo. Enviudaste demasiado joven, lo sé. Estabas en la plenitud de la vida y no quisiste —o no pudiste, que para el caso es lo mismo— renunciar a enamorarte de nuevo. Pero a mí, lo mismo que a Raquel nos olía a chamusquina. Reconoce que tampoco tuviste buen ojo, que ese tío no se merecía ni que le dedicaras dos minutos de tu tiempo. Era ruin y mezquino y no te trababa demasiado bien, reconócelo. Nosotras no soportábamos aquellas tardes de domingo en las que nos acompañaba al cine o a merendar. Cuando empezaste a salir con él, ya no éramos precisamente unas crías, así que en cuanto nos diste un poco de manga ancha, buscábamos cualquier excusa para no tener que aguantarlo: teníamos que estudiar, habíamos quedado con las amigas, o estábamos cansadas. Sin embargo, durante el tiempo que duró aquello hubo algunas ocasiones a las que no podíamos sustraernos, como las Navidades y algún viaje en plan familiar que hicimos en verano. Lo odiábamos, mamá. Y no sabes la inmensa alegría que nos llevamos el día en que rompisteis. Tú llorabas y nos daba un poco de pena, la verdad. No es que fuéramos unas insensibles. Pero para nosotras fue un gran día.

Al cabo de unos años, cuando conociste a Pedro todo fue distinto. Era todo un señor, que supo respetarnos a nosotras dos y hacerte sonreír de nuevo. Todavía recuerdo el día que nos lo presentaste.

—Sandra, Raquel —dijiste nada más llegamos a casa aquel domingo de primavera—. Este es Pedro Dávila, un buen amigo mío, que espero que venga a visitarnos bastante a menudo.

—¿Qué tal Ra…Raquel, Sa…Sandra? Encantado de conoceros —trastabilló al saludarnos debido a su timidez y acto seguido nos dio la mano.

Recuerdo que me agradó muchísimo que desde el primer momento nos tratase como a las adultas que ya casi éramos y no como a las niñas que tú nos creías todavía. Sin duda supo ganarse nuestro afecto sin pretender suplantar a nuestro padre en ningún momento, por lo cual le estoy aún hoy inmensamente gradecida.

—¿Cómo os conocisteis? —le preguntó Raquel.

—Eso… ¿Cómo fue? —quise saber también yo.

—¡Dejadlo ya! Si no tiene ninguna importancia. Fue de casualidad —añadiste sin querer entrar en detalles.

Pero a él no le importó contarnos que un día se presentó en tu oficina para una gestión y se quedó tan prendado de ti que no paró de insistir hasta que consiguió llevarte a cenar. Cuando quiso intimar un poco más le contaste tu vida: que eras una viuda con dos hijas gemelas adolescentes que eran peores que el mismísimo diablo. Pero él superó la prueba y no le importó nada. Al contrario, todo lo que tenía que ver contigo lo entusiasmaba, así que os hicisteis novios y sé que mientras duró fuiste feliz, mamá. Lo sé porque se te notaba la felicidad en la cara, en el trato con nosotras, en todo. Incluso logró que se te dulcificaran los duros recuerdo de la época en que murió papá. Lástima que muriera también tan joven. No has tenido suerte con los hombres, mamá. ¡Qué pena! Los buenos apenas te duraron y al otro… en fin, mejor no digo nada que ya es agua pasada.

A pesar de todo el tiempo transcurrido, a veces aún me pregunto si después de Pedro hubo algún otro. Nosotras entonces ya éramos unas mujeres y teníamos cierta autonomía y tú eras tan reservada para tus cosas que no me extrañaría que hubiera tenido en un momento u otro algún «amante secreto». Sé sincera conmigo: ¿lo tuviste?