La vida le desbordaba. Desde joven vivía de forma extrema. Abusaba y experimentaba con todo y de todo. Abrazaba al riesgo como religión y el peligro era su estímulo vital. También le gustaba ganar. Siempre. Por muy simple e inocente que fuera el juego , él apostaba la vida si era necesario. No era capaz de hacer nada sino mediaba la pasión más exagerada. No conocía los grises, como en la Ruleta se lo jugaba todo a doble o nada. Incluso en su relaciones sexuales buscaba el placer en los límites del dolor. La palabra prudencia no existía en su vocabulario. Le gustaban los excesos y por ellos había padecido accidentes gravísimos y lesiones que a cualquier otra persona le hubieran obligado a plantearse la vida de forma más sosegada. A pesar de las enormes secuelas que le quedaron como recuerdo, estas no habían hecho mella en su espíritu camicace. La suma de años tampoco moderaba su temperamento temerario. Devoraba la vida con tanta intensidad que parecía que buscaba la muerte.

Hoy se levantó, se vistió despacio y se preparó un café. Se lo tomó con calma en la terraza mientras admiraba cómo los primeros rayos de sol se reflejaban sobre el mar. Había dejado de fumar hacía unos meses, pero hizo una excepción y en muy pocas caladas finiquitó el cigarrillo. Se incorporó, se aproximó a la barandilla y sentenció:

-Ya que nadie me ayuda , lo haré yo.