Natalia esbozó una sonrisa forzada, tan forzada que el sacerdote estuvo a punto de persignarse, asqueado por esa mueca insoslayable y desencajada de aquel rostro juvenil, bien cuidado y reluciente, que el sacro acto de fe, le había puesto al frente. Respiró profundo y tendió la mano hacia ella, ofreciéndole el pan sagrado. La siguió con la vista hasta ver que se sentaba entre una pareja de ancianos, quienes la acompañaron de rodilla, mientras oraba.
Terminada la misa, los feligreses se fueron despidiendo y encaminando hacia las calles vecinas. El calor del mediodía se desparramaba torpemente sobre las sienes de quienes insistían en permanecer en la plaza contigua a la iglesia. Los vendedores de helados, raspados y aguas de frutas naturales se disputaban la clientela a punta de gritos y cantos arrítmicos y desafinados, con el que promocionaban su mercancía.
-“¡Siempre la misma vaina!” – soltó el anciano con desagrado, al tiempo que ofrecía a Natalia unos billetes para el pago de agua con papelón y limón, que tanto le encantaba, o que él pensaba que le gustaba mucho, sin haberle preguntado nunca antes, si le agradaba otro tipo de refresco o algún helado, ni intentó en ningún momento persuadirla para probar alguno de los bocadillos de mango que vendían las mujeres haitianas, menos aún, las conservas de coco que vendía Raimunda, la sorda muda que de vez en cuando les hacia la limpieza en casa.

Ese domingo, Natalia se movía diferente, actuaba diferente, en otras palabras, lucia indiferente y no le prestaba atención a la conversación de los viejos, ni respondía a sus preguntas. Estaba lejos de la cháchara, le comentó la vieja al marido.
-“¡Esa tiene algo!- sentenció. – La conozco como si la hubiera parido, como si cada mueca de su cara, me recordara el momento del parto… Conozco sus mañas.- agregó, tomando por un brazo al viejo Simeón, como llamaban al anciano todos en el barrio, sin estar seguros de que ese fuera su verdadero nombre, ya que nunca, ni él ni Vestalia, la mujer, fueron muy abiertos a hablar de ellos. Se metían en todo, eso sí, pero jamás daban chance a la indagación, se sentían a gusto sabiéndose centro de las intrigas y murmuraciones, eso les bastaba para moverse con cuidado entre amigos y conocidos.
A la muchacha, le dedicaron tiempo y esfuerzo, y eso lo reconocía hasta la propia Natalia, sin embargo, algo no cuadraba en esa pareja, algo había en ellos, que los desparejaba la mayor de las veces y que provocaba en Natalia muchas inquietudes, que incluso, comenzó a sentir una desconfianza extrema hacia ellos, a medida que crecía y dejó de verlos como padres adoptivos o cuidadores, como se empeñaban ellos en explicarles, una y otra vez, cuando hacía preguntas sobre su procedencia.
-“No somos tus padres, ellos algún día vendrán por ti, solo te estamos cuidando y lo hacemos muy bien”-, decía Vestalia, mientras Simeón agregaba: -“Tus padres nos necesitaron, quisieron un matrimonio estable y afectuoso para ti…No quisieron dejarte con cualquiera, ni siquiera en una de esas casas de niños abandonados, porque allí violan a las niñas, ¿Qué no vieja?- Siempre las mismas respuestas, llenas de ironías y comentarios de mal gusto, recordaba Natalia cada vez que tocaba el tema e intentaba sacar una respuesta diferente. A menudo, desde muy pequeña se cuestionaba porqué se mantenía al lado de ellos, se reprochaba no haber intentado huir. Sola, se preguntaba desde cuando había comenzado a repudiarlos y a veces se sentía culpable, ya que le parecía, aunque sonara incongruente con su odio creciente hacia ellos, que era un acto deshonesto y de mala fe, no agradecerles sus cuidados.
Durante la semana siguiente, las clases en la escuela de música, la mantuvieron alejada de cualquier otro pensamiento que no fuera la preparación del repertorio barroco, con que debutaría en el concierto de nuevos talentos en el Instituto de Arte y que marcaría la finalización de la actividad académica, además de abrirle posibilidades de ingresar a la orquesta regional del estado. Desde muy tempranas horas se dedicaba a repasar las lecciones en casa y luego, después del mediodía se enfundaba en sus “jeans” y blusas tipo “Eyelet”, de colores claros, que realzaban su delgada figura y la hacían sentir más mujer, más femenina, como se repetía al mirarse en el espejo; para acudir al auditorio del instituto para el ensayo general con orquesta. Ese jueves llamó por teléfono a su madrina Mariel, costurera y modista, para la prueba del vestido que luciría en la graduación y acordaron reunirse al final de la tarde, después de misa, en casa de Vestalia.
En la calle, ya de regreso, en la entrada principal del hospital central le pareció ver al cura, este caminaba apurado e iba vestido como cualquier parroquiano, que parecía irreconocible, no obstante lo siguió, se aproximó a la entrada y confirmó que se trataba del mismo. Le pareció extraño que no estuviera en la iglesia, ya que era día de confesión y pensó que probablemente los viejos y su madrina, estuvieran haciendo fila ante el confesionario para contarle sus pecados y recibir indulgencias, como lo hacían desde que ella apenas caminaba. Observó que el cura se aproximó a unos hombres vestidos con batas blancas, lentes oscuros y que ambos procedían a proteger sus manos con guantes de látex, aun cuando, ante sus ojos lucían diferentes a los otros médicos y sus movimientos les parecían toscos, demasiado ordinarios para su gusto, se dijo, confundiéndose con unos pacientes en la sala de espera.
Dudó en continuar espiando ya que le resultaba desagradable seguir a un individuo que ya no le inspiraba confianza y que, además, le resultaba repugnante en sus gestos y en ese tic nervioso en la boca, que pensaba se le había pegado de Vestalia, de tanto tiempo de andar juntos, ya que el padre Antelo, había estado siempre en sus vidas; no hubo semana santa, ni pascuas, ni año nuevo, que no hubiera pasado por casa a saludar y se entregara con los viejos y con la madrina Mariel a largas tertulias, acompañadas con bendiciones y copas de coñac, a las cuales nunca prestó interés, pero si le repugnaba el hecho de que siempre el cura le daba la razón y terminaba haciendo lo que ella decía.
Rebuscando en sus pensamientos, no encontraba respuesta para justificar su presencia allí, al principio no dio crédito a los comentarios y chismes que se intercambiaban en el receso los compañeros de la orquesta, sin embargo, quedó horrorizada después de haber reconocido al padre Antelo entre un grupo de supuestos médicos investigados por tráfico de órganos, en unas fotografías mostradas por un agente de investigación privada que visitó el instituto, meses atrás y haber confirmado unos perfiles en FB e Instagram, asociados al cura y reseñados por el mismo investigador. Este hecho le disparó las alarmas y sin dar pie para el beneficio de la duda, comenzó a desconfiar del cura y despreciarlo cada vez más, a no dejar pasar desapercibidos los movimientos de éste, sin tener sospechas concretas de algo y de nada al mismo tiempo.
Sin decir una palabra a nadie, decidió apoyar al detective y evitar que el cura le hiciera daño a la pareja de ancianos, en saco de verse descubierto y atrapado. Sentía su deber protegerlos, aunque le produjeran nauseas; se inventó tiempo para identificar, analizar y estudiar otros perfiles en FB, con la misma pasión con que estudiaba una partitura. Allí, en el pasillo del hospital, sin dejar de mirar hacia donde se encontraba el desgarbado y flacuchento cura, dudaba de sí misma y se preguntaba una y otra vez, que carajos hacia allí; por única respuesta solo atinaba a recriminarse y exigirse gratitud a ciegas, para poner a los viejos a salvo, lejos del escándalo, en caso de que fuera necesario.
Reconoció de pronto que uno de los dos hombres que acompañaban al cura, era un custodio del banco donde trabajaba Simeón, pero al otro, no alcanzaba a identificarlo y menos aún podía explicar la relación entre los tres hombres. Sintió vibrar su celular, se escondió tras una columna para atender la llamada. Era Vestalia, titubeó en atender y recordó que era jueves, pensó que probablemente la vieja estaba molesta porque el cura no la había asistido en el acto de contrición aquella tarde, debido a que se encontraba fuera de la iglesia. Apenas respondió, fue inquirida con halagos sobre su paradero, ya que su madrina la esperaba para los detalles del vestido. La mujer le aseguró que se encontraban todos en casa, incluyendo al padre Antelo, quien insistía en esperarla para echarle la bendición, con la excusa de que viajaría ese fin de semana en una misión a los llanos occidentales, junto con el nuevo director de un albergue de menores, con el cual todos colaboraban desde tiempo atrás. ¡Bingo!…
Enmudeció e inmediatamente se acercó un poco más para asegurarse que se trataba del segundo hombre que estaba con el cura, a pocos pasos de ella, sintió frio, ganas de vomitar, con solo recordar que el sujeto visitó su casa y llamó, un par de veces o más, unas semanas atrás, insistiendo hablar con cualquiera de los viejos para acordar arreglos en el internado…
Todo pasó muy rápido, la policía por difícil que fuera creer, trabajó decididamente y con celeridad asombrosa…
Los impulsos por vomitar le continuaron por varias noches seguidas, mientras vencía el miedo y se acostumbraba a su nueva casa…
Necesitó muchas horas de sueño y de terapia guiada para recuperarse, encontró respuestas a todas las incógnitas en un solo acto, además de descubrir con la policía la enredada trama de la desaparición durante muchos años de niños en la ciudad. Saber que ella también fue arrancada del seno materno y familiar, a las pocas horas de nacida, le produjo un choque tan grande, que enfáticamente, el medico ordenó la suspensión de sus actividades y ensayos. Desenmascarar a los viejos, a su madrina y al cura fue un acto que debió enfrentar con valentía, ponerle nombres y apellidos verdaderos a sus captores, respondió a una acción de justicia y fe en ella misma.
La prensa dio cuenta de una banda conformada por unas 12 personas, dirigida por los hermanos Hilaria y Simeón Anselmo Santamaría, quienes fingían ser esposos y se encargaban de seleccionar a las parejas para robarle los niños y colocarlos en adopción; Antelo Santamaría, el cura, quien era responsable de sustraer los menores en complicidad con enfermeras, personal del hospital y otros cómplices, resultó además hijo de Hilaria; y Mariela Sagrario Azocar, su madrina, costurera de oficio, era quien facilitaba la ubicación de posibles parejas candidatas para la adopción. Todos recibieron pena máxima y ocupaban sus celdas en cárceles diferentes.
Ese día, después de tres años de juicio e interrogatorios, Natalia estaba lista para salir a escena en su debut con la Sinfónica Nacional, con un repertorio barroco, incluyendo obras de Vivaldi y Bach, con dedicatoria especial de sonatas y fugas para sus padres biológicos desconocidos, aún. Revisó el programa antes de salir a escena, luego sentada frente al piano, entre aplausos, revivió los momentos cuando logró avisar a la policía y salvar al bebe que el cura llevaba en brazos, aquella tarde. Respiró profundo, recitó un Padre Nuestro en voz baja y se entregó al piano… poco a poco dejó que sus dedos narraran su historia, se acercó a su verdad entre arrebatos melódicos de la orquesta y con un llanto silencioso; dejó que el piano ahogara la confesión que le hizo la vieja en una celda sucia y oscura…
-“¡Tú, no eres nuestra hija! No somos tus cuidadores, aceptamos tenerte con nosotros para no estropear el negocio… ninguna pareja te escogió nunca, por tu cojera, nadie quiso llevar a su casa a una niña coja, por eso te quedaste con nosotros…”
Entre aplausos y cumplidos, recibió una rosa roja de manos de un niño…Se sintió limpia de alma y espíritu, los momentos mal vividos, comenzaron a hacerse recuerdos vagos, lejanos…se fugaron con la última nota recién ejecutada…