Antonio, llevo tiempo pensando en ti y en cómo resquebrajar unas palabras de tu hoy, de tu ayer, pero me atasco, no puedo abrir el cajón de tu memoria, tal vez sea por el mal del olvido que se ha instalado en las telarañas de tu vida presente.
Son tus ojillos achinados de ratoncillo asustado los que me guían por tu sendero extraviado. Ahora son dos niños desmemoriados y desconocidos, Pilar y Antonio, que miran sin entender, que mezclan imágenes de ayer cuando la memoria se instala en la librería y saca el tomo de su infancia, o cuando la ira baña vuestra boca por la impotencia de no ser dueños de vosotros mismos. Cuando volvéis a la realidad miráis vuestras manos repletas de añadas y lágrimas furtivas alimentan la pena.
Aunque déjame decirte Antonio que a pesar de que te despistes muchas veces y dentro de la tristeza que produce esa sensación de que vas dejando de ser tú para ser otro, en tus descabalados caminos eres divertido, enciendes ternuras infinitas, y abres el corazón de cualquiera a la comprensión irracional… Cuando me relatan tus iniciativas, todas naturales, llenas de lógica para ti, tu fiel compañera tiembla al preguntarse dónde irán a parar, si ella será capaz de enderezar tu voluntad desconocida.
Pilar, tú que hablas con la muchacha del calendario, que compartes tu comida con ella, repartes tertulia muda con una flor inexistente, y clamas por tu niñez, por tus padres y vete tú a saber cuántas cosas más, te has convertido en la tierra que tus hijos guardan para que no se pierdan tus semillas… Cuando tu hija me habla de ti, no puedo poner otra imagen que la de tus hermosos ojos, la belleza de antaño y el recuerdo de tu afán por la limpieza…
Antonio y Pilar, Pilar y Antonio, volvéis a la niñez de aquella remota época, a los laberintos de la ignorancia, para que los vuestros os guíen hasta el mañana porque el mal del olvido se ha instalado en vuestras horas, en ese reloj que no entendéis qué hace ahí, absorto, relegado a que alguien le ponga en funcionamiento.